“La filosofía del derecho,
la argumentación y la deontología de la profesión jurídica”.
Ponencia presentada en el
marco del 3er Coloquio de retórica, hermenéutica y argumentación jurídicas.
Mtro. Miguel Eduardo
Morales Lizarraga.
A los de Zacatenco.
A los de Ayotzinapa.
En estos días aciagos.
Ciudad Universitaria, México,
29 de septiembre de 2014.
Hoy,
como Rimbaud impaciente en Adén, comenzaré por el final: “Queridos amigos,
gracias de todo corazón y créanme su afectísimo”… [1]
Queridos estudiantes y compañeros, distinguidos maestros con los que comparto
la mesa de argumentos como quien comparte una mesa de pan con prójimos
afectísimos; con su venia, quiero comenzar por agradecer a mis estudiantes de
licenciatura y de posgrado. Con especial mención a estos últimos que me dieron
la idea de hablar de este tema que ahora les presento: “La filosofía del
derecho, la argumentación jurídica y la deontología de la profesión”. Un nombre
muy pomposo para lo que pretendo compartir con Ustedes.
Mi verdadero proceso de aprendizaje de la retórica, la
argumentación y la hermenéutica, casi en ese orden, ha sido en las charlas,
conversaciones, diálogos, discusiones, debates, etcétera, tanto dentro y fuera
de las aulas, es decir, a través del leguaje y la comunicación con otros. Los
años de estudio –que no necesariamente de comprensión- de la lógica, la
metodología y las técnicas de investigación, de intentar comprender a la humanidad,
han sido nada, comparado con lo mucho que he aprendido de esos temas a través
del diálogo con mis estudiantes.
Los de licenciatura me han brindado la oportunidad de
clarificar conceptos y criticar supuestos, y de hacerlo cada vez mejor, o cada
vez mejor para cada constelación de singularidades que se conjuntan en cada
grupo. Lo mismo con los estudiantes de posgrado que con sus objeciones y
propuestas, supuestos y argumentos, me han ayudado al careo de mis propios
argumentos y entendimiento. La dialéctica y la retórica, como la argumentación,
siempre me han parecido como un lance de esgrima, porque ya saben, “la pluma es
más poderosa…[2]
La argumentación la he comenzado a comprender, casi a
penas, en la práctica de la enseñanza-aprendizaje, en la que los estudiantes se
convierten en mis maestros. Sujetos de prueba –conejillos de indias- y
reactivos de multitud de teorías –e inclusive de ideologías, que van desde la
honesta educación, al indoctrinamiento vil y enajenante-, tanto de argumentos
de textos escritos, como de argumentos, textos y autores provenientes de todos
lados, por todos los medios, incluidos la opinión pública y el discurso de
Estado… ¡ah! y claro, argumentos y supuestos, e ideas locas varias, esgrimidas
por su loco profesor. Sujetos de prueba en el sentido de que con ellos, junto
con ellos, ponemos a prueba argumentos por si alguno ve una posibilidad de
falsación, con ellos pongo a prueba mi comprensión de los textos escritos y los
de la realidad, los textos que también significamos nosotros como seres
humanos, como sociedad y cultura.
Aquello de la falsación de Popper conlleva sus riesgos,
pues no todos se sienten cómodos cuando sus supuestos y argumentos son criticados
y falseados. Algunas veces los supuestos y argumentos se sostienen desde la
actitud intelectual que los asume como si fuesen piezas de un juego de armar
que construimos entre todos para que nos permita comprender, interpretar y dar
sentido a la existencia humana digna y libre. Otras veces, pareciera que más de
las estrictamente culposas, excediéndose en dolosas y hasta en maliciosas, los
supuestos y argumentos se sostienen desde o se identifican con, el ego, esa extraña “radiación de fondo”
que acontece al roce de nuestra subjetividad con la objetividad, allí donde
justo podríamos si prestamos atención, percibir que se unen en la unicidad de
la interdependencia; o donde podemos provocar la ruptura que acontece a su vez
con lujo de violencia.
De esta última manera, las posturas teóricas se escapan
del campo de los supuestos, que son muy vecinos del escarpado agreste de las
creencias, y se convierten en dogmas de fe a los que no se les concede la
dignidad de la buena fe, de la creencia desinteresada, y se les rebaja a la
mala fe totalizada y totalizante, que pasa inmediatamente y enseguida tenga una
fuente de poder que convertir en dominio, a la opresión, a la discriminación, a
la exclusión y a la violencia. Las ideas, neutras por sí[3],
se transforman en ideologías opresivas y asesinas al pasar por el lente del ego como falsa personalidad;
identificadas con una visión del mundo a la que le otorgamos, y sólo a ella,
validez absoluta –mi manera de
pensar, mi visión del mundo, mi teoría, mi idea, mi creencia-,
transformarán, en el ámbito de la academia, los argumentos en falacias y
sofismas con los cuales intentar dinamitar el argumento del “contrario” o, en
el peor de los casos, calumniarlo, sobajarlo, minimizarlo de tal manera que
aunque yo no gane, prevalezca.
En el ámbito de los medios monopolizados e
instrumentalizados, los “argumentos”, las imágenes, las palabras, se cargan más
a la persuasión que al convencimiento, las hipótesis se hipostasian en
categorías; la enajenación se produce en la afirmación del cumplimiento de
valores que se han fetichizado incorporándolos en los productos: “amor en cada
rebanada” rezaba el slogan publicitario de una infame marca de pan industrial.
La práctica de la censura se queda chiquita frente a la técnica de la sobreexposición
de contenidos afirmativos de “sus” intereses y de los de “sus” socios; ¿de
quiénes? De “ellos” de los innombrables.
En el ámbito del discurso Estatal, la ideología pasada por
ego y dominio, se vuelve aún más peligrosa. La afirmación del discurso
ideológico no se hace sólo por los medios de comunicación, sino en los centros
de socialización y culturización transformados así en centros de
adoctrinamiento y lavado de cerebro, para lo cual se requiere retorcer el pacto
social de tal manera que dejando intacto el derecho a la educación en el papel,
tanto en el papel constitucional como en la práctica se le hagan sendas
modificaciones y violaciones que, so pretexto de ser constitucionales no pueden
ser anticonstitucionales. Para los grupos sociales todavía no terminados de
adoctrinar, queda el sometimiento coactivo y la represión, la violación de esos
sus derechos que nunca, como en tiempos de regímenes canallas, son más mentados
y como tal, vueltos inoperantes.
El ego y el dominio elevan a ley universal el
individualismo egoísta, el capitalismo de consumo adictivo y obligatorio para
todos como condición sine qua non
para obtener la membresía al género humano y poder tener derechos –o eres
consumidor o eres consumible. El Estado, transformado en coartada de esta
ideología, pone a su servicio y sometimiento, técnicos en mantenimiento y
elimina la posibilidad de que en los centros educativos se creen creadores y transformadores
del sistema, críticos y libres, que lo mantengan así, libre y dinámico y
funcional y humano. El sistema ya globalizado, el neoliberalismo, requiere de mano
de obra calificada y acrítica, obediente; los centros educativos se transforman
en fábricas de “recursos” o de “capital” humano, y ya no de seres libres. Si al
saber saber, saber hacer y saber ser, de la educación por competencias, se les
reduce a puro hacer por hacer, hacer por vender, entonces el “espíritu” termina
hablando por el capital, no por la raza.
La filosofía perdió en el transcurso de su lucha contra el
dogmatismo, la ideología, el fundamentalismo, el prejuicio y el perjuicio de
los estereotipos discriminadores y opresivos, excluyentes y exterminadores, sus
finalidades y sentidos originales –el amor a la sabiduría, al bien vivir, a la
buena vida- y fue recluida en las escuelas, primero, puesta al servicio de la
fe (el credo ut intelligam de
Anselmo), después puesta al servicio de la ciencia y reducida a epistemología.
Finalmente, reducida a análisis lógico del lenguaje, se convirtió en mera
crítica del discurso científico.[4]
No quiere decir que estas labores no sean importantes pero no son las
primordiales de la filosofía, no como anhelo de plenitud. Estas tareas la
convierten en una labor técnica e instrumental, que se debe hacer pero que no
puede quedar solamente ahí; la filosofía no es solamente filosofía de, como filosofía de la naturaleza,
filosofía social, filosofía política o filosofía del derecho.
En los planes de estudio universitarios, la filosofía del
derecho reducida a su labor de crítica de supuestos y argumentos y
clarificación de conceptos elaborados por la ciencia jurídica, se encuentra en
los semestres finales con la intención de hacer de ella una reflexión sobre lo
ya visto en semestres anteriores. Repito, efectivamente la filosofía es
reflexión, pero no solamente es eso ni eso en un sentido superficial. Los
filósofos se han dedicado demasiado tiempo a contemplar el mundo cuando lo que
hay que hacer es transformarlo, sentenciaba Marx, que se declaraba a sí mismo
no marxista.[5]
La mayoría de los estudiantes no le hallan sentido a la
materia, sobre todo cuando los profesores nos sumergimos en las minucias
eruditas de las teorías revisadas; para ellos, los alumnos, es algo que hay que
aprobar y olvidar. Los estudiantes en general están más preocupados por la
comprensión de la ley tal como está vigente y en su aplicación práctica, para
“ganar dinero lo más pronto posible”, “que para eso están estudiando derecho” y
lo que ya necesitan es ejercer, en la realidad, y no andar por el Topus Uranus de las metafisiquerías
filosóficas que sólo ocurren en el salón y en la torre de cristal de la
academia y no en el ejercicio real de la profesión, en la barandilla de los
ministerios públicos, ni en los tribunales.
Esta forma de pensar de muchos alumnos tiene su origen,
repito, en el sistema que se ha globalizado y que tiene en jaque a la educación
mundial. Educación orientada ideológicamente a que los estudiantes se formen
para ser exitosos bajo una definición de éxito en términos reducidos al
individualismo egoísta, de contenido exclusivo, económico y material, que se
sirve de técnicos, mano de obra calificada y obediente, sujeta a créditos y
deuda, pues los que tienen que pagar con raya o simplemente perseguir el
sustento diario, no protestan. Educación bajo el yugo de un sistema que basa
sus estándares de “calidad” en una eficiencia terminal “cuantitativa” con
cómodas facilidades de titulación, algunas de las cuales conllevan que el
estudiante no pase por la protesta de su licencia, y que algunas otras que sí
lo hacen, lo hacen sin hacer comprender cabalmente las implicaciones de su
juramento como licenciados en derecho. Nos vamos alejando del horizonte
terminal al que la carrera estaba enfocada con un sentido social y humanista de
vocación de servicio con miras a los valores y fines supremos de justicia y
libertad; nos van imponiendo un horizonte terminal con miras a satisfacer las
necesidades del mercado, no las necesidades de la humanidad.
El protesto nos revela gran parte de lo que es la
deontología de nuestra profesión y sus principios fundamentales, que muchos egresados
prontamente olvidan, pues en el mundo real, “el que paga manda”. Protestamos y
juramos obedecer y hacer obedecer, aplicar y defender el sistema jurídico
mexicano y la constitución, el bloque constitucional y el principio pro
persona; no sólo la ley, sino la eticidad
y la justicia, y que cuando la ley les sea contraria, éstas últimas siempre prevalezcan,
para lo cual se requiere de un sentido humanístico profundo, una intuición y
empatía con los valores como cualidades de las relaciones humanas, y una
capacidad crítica para juzgar a la ley que sea injusta, haciendo control difuso
de la regularidad bajo el contraste de los principios jurídicos fundamentales
que son los derechos humanos y las necesidades de las personas. En este
sentido, y en todo sentido, todo abogado es un defensor de derechos humanos o
no es abogado.[6]
Ser profesional, etimológicamente significa llevar por
delante una fe, una creencia: ¿en qué creemos los abogados? En la justicia,
claro, en darle a cada quien lo suyo de manera correcta según un patrón de
rectitud que debe estar integrado en la norma para que sea jurídica. ¿Qué es lo
suyo de cada quien? El problema de llenar de contenido a la justicia y de la
confusión entre moral y ética, situándolas como el reino de lo relativo, llevó a
la separación del derecho de la moral y con ella de la justicia. Craso error.[7]
Sin embargo, las ciencias humanas han avanzado tanto ya, que sólo los necios se
empecinan en decir que cualquier definición de términos morales como la
justicia, es completamente relativa, o que cualquier definición que pretenda
llenar de contenido absoluto a la justicia peca de esencialista determinista y
absolutista. Lo suyo de los seres humanos es la libertad, la dignidad de
transformarse libremente y tener la forma de vida y de ser que libremente se
elija; desarrollarse según un plan de vida sin la ignorancia de que
interdependemos del desarrollo de los planes de vida de los demás, de que sus
derechos son nuestros derechos. ¿Y qué materia permite la comprensión de lo
antedicho? Pues sí, la filosofía del derecho.
Esta materia no debiera ser un conjunto de conocimientos o
de revisiones reflexivas de los conocimientos ya adquiridos en otras materias.
Pienso que la filosofía del derecho es una actitud y una disposición ante la
vida por parte de los abogados. Es la disposición de quien ya no quiere seguir
engañándose a sí mismo y lucha por la libertad. Como tal disposición, durante
el estudio de la carrera de derecho no debiera ser sólo una materia, en uno de los
últimos semestres; debiera ser toda una perspectiva desde la cual se estudien
todas las materias, aún las materias de “código”. Todos los profesores
debiéramos estar constantemente, interpretando, dialogando, argumentando,
reflexionando, analizando, criticando con nuestros estudiantes, sobre los
contenidos de nuestras respectivas materias, desde la perspectiva de la
filosofía del derecho, como una práctica, una pedagogía, liberadora y
humanizante.
En este sentido la argumentación, la interpretación hermenéutica,
la fundamentación y motivación del actuar del abogado en cualquier materia y en
cualquier ámbito del desempeño de la profesión debiera ser el esfuerzo racional
y razonable de reconducir siempre la aplicación del derecho al caso concreto al
través del tamiz de los derechos humanos. No nos equivoquemos. He comentado que
creo que todo abogado es un defensor de derechos humanos y, como operadores
jurídicos, también estamos obligados a hacer control de regularidad. Todo
abogado es, en este sentido, un servidor público –el que paga, en nuestra
profesión, no manda-, pues no servimos, o no sólo servimos al cliente, servimos
a la ley y la justicia, a la constitución y a los derechos humanos, a los
valores y fines jurídicos, al bien común. En la defensa de los intereses del
cliente, no debemos perder de vista que no defendemos sólo sus derechos
individuales –error de perspectiva de la teoría generacional- sino que
defendemos los derechos humanos de todos, pues son interdependientes e
indivisibles y conllevan deberes humanos para con todo el sistema vital que nos
soporta.
La filosofía del derecho es exactamente AMOR, un amor que
es constante y perpetua voluntad de darle lo suyo, de hacer el bien al ser
amado, en sentido universal, al prójimo-próximo, comenzando por nosotros mismos
en una sana autoestima. Lo suyo de los seres humanos y de todos los seres
sintientes es no sufrir ni padecer crueldad. La filosofía del derecho es
sabiduría, conocimientos y experiencias vitales, que son prudencia que tiene la
finalidad de elegir libre y correctamente, de que cada elección no sólo nazca
de la libertad sino que sea una liberación. La filosofía del derecho es pues,
la constante y perpetua voluntad de tener el conocimiento y la experiencia, la
prudencia, de darle a cada quien lo suyo con corrección según un patrón de
rectitud que no es ni puede ser otro que el valor persona.
Contra el embate de una pseudo-educación tecnocrática,
enseñar eso a nuestros alumnos, seamos o no directamente profesores de
filosofía o de argumentación, o de derechos humanos, es de las pocas, si no la
única, arma que nos queda. Gracias.
[1] Borer, Alain. Rimbaud. La hora de la fuga. México, Unam, 1999, p. 34.
[2] “La pluma es más poderosa que la
espada”. Bulwer-Lytton, Edward. Richelieu y la conspiración.
[3] Cioran, Emil. Genealogía del fanatismo.
[4] Ferry, Luc. Aprendiendo a
vivir. Filosofía para mentes jóvenes. Tecnos.
[5] Truyol y Serra, Antonio. Historia de la filosofía del derecho y del
Estado. Madrid, Alianza, 2004, Tomo 3, p. 270. La tesis es la décimo
primera contra Feuerbach.
[6] Se puede tener la licencia y ser abogado formalmente, claro. Parecida
es a la fórmula lex injusta non lex.
Bix, Brian. Filosofía del derecho. Problemas
fundamentales en su contexto. México, UNAM-IIJ, 2010, p. 90-91.
[7] Morales Lizarraga, Miguel. Formación
deontológica del estudiante de derecho en la globalización.