“Subjetividad, derecho
moderno y argumentación”.
Ponencia presentada en el marco del 2o Coloquio de retórica, hermenéutica y argumentación jurídica.
Mtro. Miguel Eduardo Morales Lizarraga.
Recientemente volví a oír el comentario a cerca de lo
subjetivos y parciales que pueden llegar a ser algunos jueces en sus decisiones
y la incertidumbre que esto ocasiona. La historia hipotética es casi siempre la
misma más o menos en estos términos generales: Si, por ejemplo en un caso de
divorcio, el juzgador resulta ser mujer, puede que favorezca a la mujer en la litis
y viceversa, y que al postulante le conviene averiguar el carácter del juez, el
perfil psicológico o algunos detalles de su vida para granjearse una empatía,
que, sin romper con las formalidades de la imparcialidad, inconscientemente y
de fondo inclinen la balanza a favor de su causa.
Siempre me ha parecido que para la filosofía, y sobre
todo para la ciencia, y para la ciencia jurídica en especial, la subjetividad
es “un perro infernal” –como diría Bukowski refiriéndose al amor- al que hay
que mantener lo más a raya posible. Me vino a la mente al escribir estas líneas
el infortunado y lamentable episodio del pitt bull que mató a un niño y el revuelo
que causó en redes sociales; por un lado, la condena al pobre animal, además de
a la dueña, por supuesto, satanizando a la raza como agresiva y violenta por
naturaleza y, por otro, la defensa que hicieron los animalistas argumentando
que un perro de esa raza será lo que esté entrenado para ser, que si el amo es
ignorante y violento adiestrará al animal a sacar lo más violento y agresivo de
sí hasta convertirlo en el extremo en un perro de pelea instrumento de una de
las brutalidades más estúpidas de las que es capaz el ser humano; o, en el otro
extremo, la aserción de que durante mucho tiempo esta misma raza fue criada
para cuidar precisamente niños. Me parece que así ha tratado occidente a la
subjetividad, a ratos como lo más humano de lo humano, aquello que nos da
identidad, que nos hace auténticos y nos diferencia de cualquiera otro ser
humano (nuestra personalidad para ser original debe pasar por el ahí de la
subjetividad a tal grado que inclusive ahora, en estos tiempos posmodernos, la
personalidad es un valor tan preciado que se vende en escaparates de centros
comerciales), y a ratos como recipiente de la animalidad, de las pasiones que
nublan la razón y que hay que eliminar a toda costa si se quiere ser ser humano
pleno, digno, racional.
Me viene siempre en estas lides también a la memoria la
definición de cultura de Freud, que aparece en el apartado tercero de su malestar en la cultura, parafraseo: la
cultura es el conjunto de productos humanos que nos separan cada vez más de
nuestros antepasados animales, nos protegen de la naturaleza y regulan nuestras
relaciones; ¡nos separan de nuestros antepasados animales! Como si ser animal,
que lo somos por más que la cultura nos separe o simplemente intente encubrir
el hecho, fuera lo pero y completamente contrario a lo que es ser ser humano.
Hay que eliminar la animalidad y con ella la subjetividad pues son receptáculo
de las pasiones que, como dije, nublan la razón y nos hacen bárbaros, bestias
brutales e irracionales, ¡un insulto a los animales y a los seres humanos!;
¡protegernos de la naturaleza! ¿me pregunto a estas alturas del progreso
tecnológico de la humanidad si más bien no es la naturaleza la que debe ser
protegida de la explotación irracional a que la sometemos?
Creo que el temor a la subjetividad podemos rastrearlo
por lo menos hasta Platón. La teoría platónica del conocimiento en términos
generales va a operar una separación radical entre cuerpo y alma. Para Platón
el mundo sensible es el mundo de las apariencias no es el mundo real y esas apariencias
y nuestros sentidos nos engañan, las opiniones o doxas diversas sobre los mismos asuntos y fenómenos, la falta de
acuerdo entre las personas crea contradicciones en nuestro conocimiento que se
presentan como insolubles para-doxas.
Frente a este mundo irreal de apariencias, deduce un mundo “real” más allá de
esta fisis, en donde se encuentran
los arquetipos o ideas que le dan su forma y cualidades a las cosas y fenómenos
confusos. Para acceder a ese mundo hay dos caminos, el primero, difícil, es el
camino intelectivo, el de la razón, el del mito de la caverna,
a través de los peldaños del diálogo con quienes han vislumbrado un rayito de
luz y, mediante la dianoia llegar a
la noesis de los arquetipos.
El otro, de plano es la muerte, lo que le reprochará acremente Nietzsche a
Platón.
No es posible acceder al conocimiento a través de la
sensibilidad, pues ésta viene del cuerpo y el cuerpo “es la cárcel del alma”, y
más exactamente en el diálogo Fedón (114c):
“los que se estima que se distinguieron por su santo vivir, éstos son los que,
liberándose de esas regiones del interior de la tierra y apartándose de ellas
como de cárceles, ascienden a la superficie para llegar a la morada pura”; la
imagen mítica también aparece en el Fedro:
el alma alada, halada por dos caballos uno dócil y otro indómito debe ser
conducida sabiamente por el auriga de la razón, pues si se deja desbocar por el
corcel negro de la concupiscencia, en lugar de apreciar los arquetipos se
precipitará hacia la tierra perdiendo sus alas, encarnando en un cuerpo y
quedando aprisionada y condenada a solamente, si tiene suerte, recordar ese topos urano que alguna vez habitó y que,
no podrá ver hasta que se libre de las pasiones del cuerpo y termine con los
ciclos de la metempsicosis.
De esta manera la percepción sensible, reino de lo
particular y lo subjetivo queda condenada como no fuente de conocimiento, como
fuente de error y apariencia, como peligrosos reino de la arbitrariedad.
Hemos de recordar que para el tiempo en que Paltón está
fundamentando estas teorías suyas, está aconteciendo en toda la Hélade y
principalmente en Atenas una crisis de la fundamentación hegemónica de la
religión y que la llamada iliustración antigua ha llevado a que los sofistas
más que maestros de la razón y la palabra, sean artificiosos rotores que
retuercen los sentidos y transforman los discursos buenos en malos y los justos
en injustos y viceversa a gusto del cliente, pues hemos de recordar también que
muchos de ellos fungían como abogados, además de maestros de retórica para que
sus clientes pudiesen persuadir –más que convencer- en el ágora política.
El platonismo va a dominar occidente durante siglos
gracias a su absorción en la episteme a
través de Agustín de Hipona. Pero la diferencia sustancial será que el topos urano no va a estar habitado por
una multiplicidad de dioses y corifeos sino por el dios de la religión
cristiana puesta a sí misma como universal. Y entonces, para acceder al
conocimiento de la Verdad hay que recibirla directamente por revelación o, sino
se es de los elegidos para recibir esa revelación, a través de los
intermediarios que sí tienen acceso directo a las revelaciones. El derecho
canónico dictado por el Papa y la jerarquía eclesiástica hacían las veces de
derecho internacional zanjando medianamente las disputas entre los reyes
europeos –el ejemplo más famoso aunque no tan efectivo, es el de las bulas
alejandrinas de 1493.
En la práctica, aquello que tenía la apariencia de
objetividad, sólo enmascaraba la subjetividad arbitraria del papa –o de quienes
tuvieran influencia sobre él, como la corona española la tuvo sobre el papa
Borgia- y el derecho canónico aparentemente objetivo, resultaba así la voluntad
arbitraria de un grupo de poderosos. Constante esta que es la que intentaré
establecer a lo largo de este charla.
Inglaterra y Francia no se sometían tan fácilmente a la
subjetividad papal y después del cisma de Aviñón a fines del siglo XIV y del
cisma anglicano en el siglo XVI, prácticamente no le temerían. Pero ciertamente
el cisma más importante es el luterano de principios del siglo XVI. Dentro de
las principales tesis de Lutero estaba el cuestionamiento a la infalibilidad
papal, el dogma católico de que las aserciones “ex catedra” del papa en materia de fe y moral –y a través de la
moral en el derecho- son inspiradas por el espíritu santo y por tanto son
infalibles. Los tres resultados más importantes para la historia del derecho
serían, en primer término el nacimiento del Estado moderno, ya que muchos
reyes, sobre todo los príncipes electores germanos, se convirtieron al
luteranismo para ya no tener que obedecer a la iglesia sin amenazados
constantemente con la excomunión o tener que comprar indulgencias para sus
excesos; estos reyes pronto aprovecharon el dinero que ya no iba a parar al
Vaticano para hacerse un ejercito propio, que les eximía de armar un ejercito
consultando a sus príncipes, lo que a su vez propició su aumento de dominio y
finalmente su reconfiguración de primus
inter pares a monarca absoluto.
El segundo resultado importante fue el nacimiento de un
nuevo derecho internacional inspirado a su vez en lo que sería el tercer
resultado, una nueva corriente de pensamiento jurídico basada en el naciente
racionalismo: el iusnaturalismo racionalista, ambos –derecho internacional y
iusnaturalismo racionalista- armados ideológicamente por Samuel Pufendorf y
Hugo Grotio principal y respectivamente;
la idea del derecho internacional basado en un derecho natural dado no ya por
un dios y su vicario que no era obedecido por muchos, sino por la propia razón
de todos asumida como coactiva por sí misma era, precisamente alejar la
subjetividad arbitraria del papa en la toma e imposición de decisiones y poner
una objetividad irresistible si se seguían los métodos y deducciones de la
razón y se quería ser legitimado como interlocutor racional válido.
En la realidad este nuevo derecho natural racionalista
terminó siendo una ideología para encubrir el nuevo status quo, la voluntad que se imponía a través de la máscara de
derecho objetivo era la subjetividad del monarca –único principio de decisión y
de derecho- y su círculo, sus príncipes y nobles convertidos en la burocracia
del nuevo Estado, convertidos ya en aristocracia.
Pero eventualmente esta ideología fue desenmascarada,
pues eventualmente el monarca y su aristocracia se quedarían, por sus
despilfarros, sólo con un poder político bastante endeble pues el poder “real”
estaba en otra parte, en el poder económico que era detentado por una “nueva”
clase social surgida en el renacimiento a causa, entre otras cosas, de las
cruzadas, que abrieron la puerta a nuevas formas de comercio y relaciones de
producción. Esta burguesía que poco a poco fue sustituyendo en el mecenazgo de
artistas y técnicos, y eventualmente científicos, a la nobleza, van
apropiándose de los frutos técnicos de la naciente ciencia moderna y se van
convirtiendo en dueños de los medios de producción, lo que, al cabo del tiempo
y ya para el siglo XVIII propiciará la eclosión de la primera revolución
industrial moderna y el cambio del polo de poder económico de la aristocracia a
la burguesía industrial.
La frustración de esta burguesía que tenía el poder
económico pero no el poder político, tanto como su frustración de no poderse
hacer valer frente a la aristocracia que administraba el derecho y la justicia
subjetiva y arbitrariamente y, por lo tanto, no poder hacer valer el
cumplimiento de los contratos violados por esa aristocracia, ocasionarán,
cimeramente en Francia pero también en Europa y en América Latina, las
revoluciones liberales. La burguesía se alía con el campesinado y el artesanado
para hacerse del poder e imponer un nuevo sistema de derecho. Son famosas las
ideas de Montesquieu que repercutirán en esta “nueva aristocracia” económica,
la separación del poder en tres esferas y la limitación de la esfera judicial a
ser boca de la ley, una ley que ya no habría de ser impuesta al garete de los
intereses del monarca y sus cófrades sino, al menos en principio, por “la
voluntad general” de los pueblos.
El derecho natural racionalista sigue presente en esta
nueva configuración pero ya no se materializa en el mundo a través del monarca
ni sirve para encubrir a éste, pues la idea de voluntad general de Rousseau,
será la idea de la racionalidad misma materializándose en los acuerdos
políticos que le dan vida a la ley. Un nuevo tipo de Estado aparece, el Estado
“Liberal” de derecho, en el que las ideas principales son que, por un lado las
mismas autoridades que imponen el derecho estarían sometidas también a él y
serían sólo portavoces de la voluntad general materializada en ese derecho; y
por otro, la idea derivada de que el individuo es egoísta y de que todos los
individuos son iguales y que por lo mismo sus acuerdos de voluntades en general
y de contenido económico en particular son intrínsecamente justos, por lo que
el Estado no tiene necesidad de intervenir más que para dar sanción y reconocimiento
legal y público a dichos acuerdos, así como para hacerlos cumplir.
Nuevamente, en la práctica, el nuevo tipo de derecho, el
“derecho moderno” y el nuevo tipo de Estado, el “liberal de Derecho”, serán
técnicas discursivas ideológicas para encubrir el nuevo status quo y encubrir la nueva subjetividad arbitraria que se
impone durante los siguientes siglos;
la voluntad y subjetividad, las necesidades e intereses particulares de la
burguesía. La burguesía no necesita la libertad igual de todos, le basta con la
libertad mediatizada por el capital que sólo ella puede tener efectivamente,
comprándola, le
basta con la igualdad formal ante la ley y con ella le basta con una justicia
que sea meramente instrumental vacía de contenido, apoyada en un derecho que se
separa de la Ética en un afán de separarse de la moral. La burguesía no quiere
la justicia efectiva que sólo podría fundarse en la Ética, pues no le interesa
ni puede querer que el derecho proteja seres humanos, sino que le basta con que
el derecho proteja y de, precisamente, seguridad jurídica a acuerdos de
voluntades de contenido económico, a transacciones económicas.
Tres
características harán moderno al derecho moderno y dos características
principalmente harán moderna a la sociedad moderna: primero, respecto del
derecho –cuya cima serán las codificaciones de principios del siglo XIX y el
comienzo del imperio del iuspositivismo y cuyo botón de muestra son los códigos
napoleónicos-, éste estará diseñado, como hemos dicho no para proteger
personas, sino para proteger transacciones económicas, para proteger la
acumulación de capital; segundo, la eventual identificación entre derecho y
Estado hará de éste último una “coartada” del capital para que los grandes
traicionados de las revoluciones liberales, los campesinos y los artesanos y
obreros, es decir, la gran mayoría de seres humanos, no puedan elevar sus
exigencias de reparto justo de su parte en el proceso de producción y
acumulación de capital, directamente a quienes los explotan sino que quedan
mediatizadas sus exigencias de justicia y de libertad real por esa ficción
llamada Estado moderno; tercero, los derechos subjetivos o facultades y
potestades de los seres humanos, no son “realmente” de ellos, sino que son
concesiones graciosas de la oligarquía gobernante, son otorgados por ella a
través del derecho positivo que es impuesto por ella.
Respecto de la sociedad, en primer lugar, lo que la hace moderna es esta nueva
forma de producción destinada no a reproducir sociedad ni a hacer de la
sociedad una comunidad en la que el ciudadano participe de la vida cotidiana de
la misma, sino a producir y acumular capital y en la que el ciudadano para
reclamar sus derechos y participar en la toma de decisiones tenga que pasar por
el intermedio de la burocracia estatal que instrumentaliza el poco poder que no
le ha sido usurpado como pueblo soberano.
Y segundo, la producción y acumulación de capital y la reproducción del status quo están mediadas a su vez por
la ideológica esperanza de que la universalidad, objetividad, racionalidad y
sistematicidad del conocimiento, el control y dominio sobre la naturaleza que
éste provee y prevé, llevarán “progresivamente” (el mito del progreso) a la
abundancia y la emancipación de todos; sólo que algunos, la mayoría, van a tener
que esperar… indefinidamente…
Esta
última característica, la mitología de la objetividad, universalidad,
sistematicidad y racionalidad, se supone que serían resultado de la aplicación
del método científico que, extrapolado e impuesto a la fuerza al derecho, se
transformaría en el paradigma cientificista y positivista que reduciría el
conocimiento del derecho a la dogmática jurídica, arrogándole a ella y sólo a
ella, el prestigioso título de “ciencia jurídica” (claro, en las versiones
anglosajonas, insular y americana el nombre es todavía más pomposo y usurpador,
la “ciencia jurídica” se llama, indebidamente “jurisprudencia”), y reduciendo
al derecho en un pars pro toto que
resultará infernal, exclusivamente a la norma y a la coacción.
El método
científico así extrapolado a la ciencia del derecho, partirá en su mitad
inductiva, dominantemente de la norma “puesta” por el “hombre”, confundiendo
severamente el deber ser de la norma con el ser de la naturaleza de la cual
parten inductivamente el resto de las ciencias
(aclaro que, “dominantemente”, pues también otras versiones de positivismo
jurídico que frisarán con versiones iusnaturalistas “naturalistas”, y versiones
iusrealistas, partirán de los hechos; la versión normativista y principalmente
la formalista del positivismo jurídico es la que domina en la modernidad de
fines del siglo XIX y principios del XX); esta confusión entre positivo en
sentido jurídico como lo puesto por el hombre en la norma que es un deber ser,
y lo positivo en sentido filosófico como la realidad material susceptible de
ser medida cuantitativamente, que es un ser, hará que se pase por objetivo
cualquier subjetividad sin ningún control o, más bien, con el aparente control
de la cientificidad y de la segunda parte del método científico, muy cara a la
dogmática jurídica, el método lógico deductivo.
A través
del método lógico deductivo de subsunción del hecho a la hipótesis normativa
que contiene a su vez y concluye la consecuencia de derecho y en su caso, la
sanción, se creía realizar el sueño de la seguridad y certeza jurídicas de la
burguesía al amordazar la subjetividad del juez que queda así convertido en
boca de la ley, es decir, en boca de la voz de los propios deseos e intereses
de la burguesía –su subjetividad dominante- plasmados objetivamente en la ley.
La ciencia
del derecho moderna en su afán generalizador y objetivizador, en su afán de
eliminar la tan temida subjetividad, intentará desterrar del derecho a la
moral, haciendo una separación entre ellos, tajante en los casos más extremos,
conceptual en los más temperantes, pues toma a la moral como particular,
subjetiva y relativa. Pero, la modernidad eminentemente epistemológica termina
confundiendo de manera desastrosa ética y moral y convierte a la primera en la
ciencia de la segunda, lo que acarrea que el derecho no sólo se separe de la
moral sino también de la ética. Es el ideal formalista, por ejemplo, de la
teoría “pura” del derecho que reduce éste a norma y a ésta la vacía de
contenido para quedarse sólo con la forma de la norma, eliminando a su vez todo
lo que fuese ideología, la moral (y la ética), la política, la psicología.
Igualmente
la práctica esto significó que, cualquier subjetividad, al pasar por el proceso
formal de producción normativa, sería derecho formalmente válido, tergiversando
el sentido de la palabra válido, vaciándola a su vez de valor y convirtiéndola,
prácticamente en sinónimo de obligatoriedad. Y en la práctica, la
obligatoriedad desde el punto de vista formal sólo es producida de dos maneras
igualmente violentas, por intimidación –coerción-, o por aplicación directa de
la fuerza física –coacción.
Esto
último termina a su vez reduciendo al derecho en otro pars pro toto a una sola de sus funciones, la del control social,
pero transformado en dominio. Ese dominio tendrá la apariencia de legitimación
pues estará monopolizado e institucionalizado por el Estado, pero si éste es
sólo la coartada del capital para imponer sus intereses el resultado es
efectivamente desastroso. Las otras funciones del derecho, incluidas las más
específicamente jurídicas quedan preteridas en el mejor de los casos y, en el
peor, francamente borradas; las funciones de integración y cohesión social o la
formación de relaciones de común unión que queda eliminada para dar paso a
endebles relaciones de competencia (económica); la resolución pacífica de
conflictos, la orientación social, la limitación y legitimación del poder para
que éste no se convierta, usurpado, en dominio; la distribución de la riqueza
para que no se acumule en unas cuantas manos; las funciones represiva, sí, de
las conductas lesivas de las relaciones sociales, que puedan romper los lazos y
desgarrar el tejido social y la finalidad funcional de ésta, la producción y
reproducción del caldo de cultivo necesario y suficiente para que las personas
integrantes de la misma puedan libremente, si así lo desean, desarrollarse,
florecer y llegar a la plenitud de sus potencialidades y capacidades; tanto
como la función promocional de los valores jurídicos fundamentales.
Muy
pronto, la realidad mostraría desastrosa la idea de formalizar al derecho y de
separarlo de la moral, a la vez que desastrosa la idea de que la ética y la
moral fueran la ciencia y el objeto de la ciencia respectivamente. La intención
de ésta separación y del formalismo jurídico era, nuevamente, el temor, fundado
en parte, de que a través de la moral se colaran en el derecho subjetividades
particulares, siendo que el derecho debería ser general y abstracto. Esta, que
es una postura moral en sí misma como señaló en su momento Hart,
no pudo contener que en la práctica se utilizara al derecho como mero
instrumento ideológico y que sus formas se llenaran de cualquier contenido
subjetivo, de cualquier moral aunque fuese inmoral. Nuevamente el derecho era
nada más una tapadera de apariencia objetivista frente a la oculta cara de lo
peor de la subjetividad humana.
La
producción formal de normas que teóricamente intentaría que sólo los contenidos
consensuados democráticamente fueran el fondo de las normas, no puede resistir
la usurpación de la democracia y la edulcoración de ésta como democracia
meramente instrumental en la que se reduce la participación del ciudadano al
voto periódico y esporádico y en la versión contemporánea, a su capacidad o
incapacidad de consumo. La democracia se convierte en un botín a repartir y que
no se reparte y queda en manos de oligarquías económicas sin más interés en el
derecho que el utilizarlo como instrumento de satisfacción de sus intereses y
subjetividades. Pero, en el peor de los casos, el proceso formal de producción
normativa queda reducido a la potestad de un solo hombre fuerte, un dictador o
Führer cuya palabra es ley por ser su voluntad y su capricho, la forma de
producción de ley. Eventualmente esta incapacidad real de la ciencia dogmática
y formalista del derecho de prepararlo para resistir el embate de ideologías
criminales, hará que millones de seres humanos se vean reducidos a la nada a
través de mucho sufrimiento.
En Europa
primero, en la década de los 30 del siglo XX con los fascismos y nacionalismos;
y en América Latina después en las décadas de los 70 y 80, con las dictaduras
militares a la medida –sin olvidar a África por supuesto y sus ejemplos como el
desastre que dejó el domino belga tras de sí en Ruanda- la regla general era
que el derecho positivo era la voluntad del hombre fuerte y sus filias y fobias
subjetivas que mandaron a la muerte a miles de personas en defensa de intereses
de grupo, de raza, de credo, de nación, y, sobre todo, de sacrosanta e
inviolable propiedad privada.
A la
salida de las duras pruebas de la humanidad de la primera mitad del siglo XX y
de las cuales la humanidad o la oligarquía –ahora en forma de bancocracia
financiera y monopolio de hidrocarburos y armamento- no aprendieron más que a
maximizar el proceso de enajenación para el consumo y acumulación de capital,
algunos teóricos del derecho y algunos políticos se dieron cuenta de que era
imposible e indeseable desterrar la subjetividad de las relaciones humanas y
mucho menos desterrarlas del derecho, pues el precio era muy alto: dejar a esta
subjetividad indómita o peor aún dejar que lo peor de la subjetividad humana
sumida en la ignorancia, el apego o avaricia y el resentimiento quedaran debajo
de la alfombra del derecho para salir eventualmente dando zarpazos
desgarradores.
Las
soluciones ambas buenas parcialmente, mejores juntas pero aun insuficientes no
se hicieron esperar. Por un lado el comienzo de la era de las declaraciones
modernas de los derechos humanos que poco a poco irían configurando un régimen
internacional de los mismos y eventualmente un nuevo paradigma para el derecho
introduciendo a través de sus principios los valores éticos fundamentales de la
humanidad. Y junto con esta progresividad, lenta sin duda frente a las
urgencias imperiosas de nuestra doliente realidad, fueron apareciendo filósofos
y filosofías que daban fundamento y demostraban la pertinencia y contenido real
de los valores de los derechos humanos; filosofías como la existencialista, el
personalismo, las éticas de Levinas y Ricoeur, etcétera, que han servido para
eliminar la brecha formalista entre ser y deber ser, y mostrar la dialéctica
entre el ser humanos y sus valores y deberes.
Por otro
lado y, a la par de la tendencia anterior, a finales de la década de los 50 del
siglo pasado, fueron surgiendo, tímidamente al principio, las teorías de la
argumentación jurídica, como un renacimiento de la retórica antigua y medieval,
así como de la justificación dialéctica del discurso y las decisiones jurídicas.
Pero la advertencia estaba dada desde antes. El realismo norteamericano que ya
hemos mencionado, y también el realismo escandinavo, en sus versiones más
extremas revelan que es imposible suprimir la subjetividad, que lo único que
hacen los formalismos normativistas y los métodos deductivos es esconderla
debajo de la alfombra ocasionando que opere lo peor de ella e impidiendo que opere
lo mejor. En la versión más extrema del juez Jerome Frank, de plano, lo que los
postulantes deben hacer es trazar un perfil psicológico del juez para poder
predecir sus decisiones y/o poder influir en él y a través de él en éstas.
¿Es en
definitiva la subjetividad un perro infernal del que no se puede deshacer el
derecho y que resulta contraproducente intentar ocultar pues vuelve al propio
derecho un instrumento de su capricho? ¿Es de plano la subjetividad la parte
animal que debemos eliminar de nuestro espíritu a toda costa para evitar
deshumanizarnos? Creo que hay un terrible mal entendido respecto a la
subjetividad que viene de la ignorancia. Ignorancia culpable como decía Kant en
su escrito sobre la ilustración, pues tiene todo para salir de la oscuridad y
sin embargo y por temor a ser responsable y tomar las riendas de su libertad no
lo hace.
Este
malentendido viene de luenga tradición que podemos por lo menos rastrear hasta
Agustín de Hipona. La libertad mana de la parte “mala” y “corrompida” del hombre,
así que todo lo que nazca de ella es contrario a Dios. El hombre solo es libre
para obedecer a su creador y cuando lo hace no es libre en sentido pleno sino
que sigue la ley determinada para él. Esta mácula, esta corrupción del espíritu
humano penetra tan fuerte en él que termina siendo su fibra misma. Para cuando
la filosofía agustiniana platónica se introduce al luteranismo y al
protestantismo va a terminar configurando una imagen del hombre que, en
apariencia, es confirmada empíricamente: el hombre es el lobo del hombre; es un
individuo mezquino y egoísta que preexiste a la sociedad y que sólo entra en
ella para saciar sus bajos impulsos. Pesimismo antropológico que insulta tanto
a los lobos como a los hombres como diría Marshal Sahlins.
La ideología de la modernidad occidental incluye a esta imagen del ser humano
como su fundamento y –una mentira contada mil veces termina convirtiéndose en
verdad- a fuer de repetición, ha terminado por introducirse en los actos
cotidianos de las sociedades occidentales haciendo que parezca como evidencia
empírica y parte esencial de la naturaleza humana. “El hombre es egoísta por
naturaleza”, decimos y miramos a nuestro alrededor encontrando montones de
evidencias.
La experiencia
de las guerras mundiales, los genocidios y las filosofías tanto de la
existencia como del personalismo que permitieron un mejor estudio de la ética
como ontología humana, ayudaron a desvelar a los derechos humanos no sólo como
buenos deseos sino como principios normativos que permiten, salvando la debida
distancia entre el derecho y la moral, conectar al derecho con la ética y así,
permiten a la vez una introducción estable de la “subjetividad-objetiva” humana
en el derecho. Inclusive, algunos sectores de la teoría contemporánea del
derecho, fuertemente unidas a la argumentación y ponderación de derecho,
atribuyen la juridicidad de la norma y del fenómeno jurídico en general, no ya
a la coacción, como en el formalismo positivista, sino a la protección de los
derechos humanos y ala protección de las personas, como con el principio de
interpretación pro persona de nuestra
constitución, precisamente.
Muy
seguramente el quiebre del paradigma epistemológico de la modernidad, que
todavía estamos viviendo y que tiene sus orígenes en las filosofías de la
sospecha –Marx, Nietzsche, Freud, que en términos generales sospechan que el
paradigma moderno es una ideología- y en las rupturas de Einstein, Gödel y
Prigogine, han
permitido ver con mayor claridad las insuficiencias del objetivismo científico
moderno, de la lógica formal y la axiomática, y han permitido una apertura
hacia la hermenéutica epistemológica, el uso de la lógica dialéctica como
instrumento sin la acusación de ideología, y la comprensión de sistemas
complejos que permiten tratar de una manera más comprensiva y, sobre todo, más
operativa a los derechos humanos.
Creo también
que la primera relación de la argumentación jurídica con la subjetividad es la
de transparencia. La función primaria que tiene la argumentación es evidenciar
lo evidente, la subjetividad está ahí y no se puede tapar con lógica formal,
como no se puede tapar el sol con un dedo, y que las consecuencias de que se
haga el intento de excluirla o encubrirla, serán siempre consecuencias
opresivas que terminan excluyendo en términos reales a muchos seres humanos. Al
evidenciar la subjetividad se obliga al operador, jurídico o no, a dar
justificaciones de sus dichos, a dar razones que deberán tener como horizonte
racional las propias condiciones de posibilidad de la argumentación y el
diálogo, y en última instancia, los principios de los derechos humanos que
contienen los valores relacionales que presuponen esas condiciones de
posibilidad del dialogo racional.
La segunda
relación que me parece es importante entre argumentación y subjetividad es que
los métodos argumentativos permiten manejar de mejor manera los principios
axiológicos que son los derechos humanos y permiten entonces hacer el puente
metodológico operativo entre el derecho y la ética. El operador discursivo y en
específico el operador jurídico, tiene que estar mejor preparado pues no le
basta con conocer la ley, tiene que conocer profundamente la naturaleza humana,
tanto en su persona como en la persona de los otros, lo que permite desvelar la
ignorancia que brinda mejor posibilidad de eliminar los sufrimientos causados
por la misma.
El
derecho, ahora lo sabemos, no es neutro ni puede serlo a riesgo de perder su
propia identidad. El derecho no es solamente un instrumento ni solamente una
técnica social; es además una cualidad en sí mismo, una cualidad de las
relaciones humanas cuando éstas se presentan como justas, y que, ante el dilema
de saber qué es lo suyo de cada quién, podemos tener la seguridad de que es la
libertad y la dignidad, las condiciones de posibilidad de que cada ser humano
se transforme a sí mismo en la búsqueda del sentido de su vida, en la
consciencia de la interdependencia y la transpersonalidad de ese sentido.
Por último
quiero regresar a mis metáforas o ilustraciones iniciales: el juez subjetivo y
el perro infernal. Los derechos humanos y la argumentación jurídica obligan a
los jueces y en general a los operadores jurídicos a eliminar la ignorancia, a
educarse mejor para estar prevenidos contra los embates de una subjetividad no
educada, estoy seguro que cuando un juez decide a favor de una persona por sus
afinidades subjetivas de manera inconsciente, lo hace mayormente por ignorancia,
y que el conocerse a sí mismo aplicando una subjetividad educada le permiten
tener la sensibilidad empatía
suficientes para ejercer su humanidad de manera honesta, usando su intuición
para el bien de las causas humanas.
Gracias.