La
justicia y el resentimiento.
Mtro.
Miguel Eduardo Morales Lizarraga.
Ponencia presentada en el V Coloquio de
Retórica, Hermenéutica y Argumentación Jurídicas. “la dimensión emocional en la
argumentación jurídica”, el 6 de octubre de 2016. Facultad de Derecho, UNAM.
Una figura que me ha sido útil
en mis investigaciones, movidas más por la propia angustia existencial de
búsqueda de sentido que por curiosidad intelectual o academicista, es la del
ser humano como un sistema dialéctico binario.
Es sistema pues es una
estructura funcional, un conjunto de relaciones, líneas de ida y vuelta con
diferentes niveles de exterioridad e interioridad –mesetas del ser- de
comunicación consigo y el exterior, la otredad, que de tanto transitarse y
cruzarse forman nódulos que van determinando otras tantas formas de
relacionarse. Nódulos que son cambiantes a su vez por la redeterminación de la
exterioridad.
Digo dialéctico, pues opera
aperturas y cierres. No es un sistema cerrado, aunque puede cerrarse y se cierra,
ni un sistema abierto, aunque se abre a la expresión y comunicación. Funcional
en el sentido de que se mantienen esas aperturas y cierres permanentes que
permiten seguir abriéndose y cerrándose a la información y al procesamiento de
la información. Se abre en la comunicación que le permite una común unión con
la otredad y se cierra en la reflexión enriquecedora, en la soledad del
autoconocimiento.
También dialéctico en el
sentido de que está en constante contradicción con el mundo y en constante
adaptación, redeterminación, acomodo con él. La otredad, en general, el otro en
particular, regularmente juega de antítesis a lo que es y quiere ser; a su
voluntad y deseo, y debe hallar la vía negociada, razonada y razonable, para su
adaptación del mundo y al mundo.
Por ello, es binario. La
otredad está siempre presente o debe estarlo para la funcionalidad del sistema,
otredad que inclusive se prolonga en la interioridad como una instancia que
permite el funcionamiento aún en soledad. El “otro que yo”, rocouriano y
levinasiano con el que dialoga en sus adentros para acomodar la información, la
experiencia con la cual continuar al siguiente día. La otredad es tan
absolutamente necesaria que se interioriza.
La otredad es absolutamente
necesaria, pero no cualquier tipo de otredad, sino una otredad que, por decirlo
con la fenomenología poética de Levinas, “acaricie”. La mano que acaricia
siempre es una mano abierta que no impone, pero que muestra límites. El niño
que no tiene límites o que es limitado en exceso será con toda probabilidad un
impotente. La mano que no muestra límites, la mano que impone, deja de
acariciar, se cierra para dominar, aspecto éste de la posesión. Y en su cierre
se transforma en puño, lista para exprimir o asestar el golpe.
Le dice al niño, “se más, eres
más, tienes que ser más, tú vales más que los demás y tienes que imponerte
sobre los demás”; o, por el contrario, “eres menos, tienes que ser menos, no vales
nada, todos son más que tú”. De una u otra forma, el ser es sometido a la
impotencia, ya de la alta expectativa de sí inalcanzable en todo momento, ya de
la nula expectativa de sí al garete de la expectativa de los demás.
La otredad se interioriza como
opresión, como huella de dolor, como resentimiento. Lo que se aprende,
regularmente es a oprimir a violentar, resuena Bécquer ¿por qué acusarme?
¿Puedo dar más de lo que a mí me dieron?
En cualquiera de sus versiones
el sistema se cierra, ya no en el cierre enriquecedor de la reflexión que
piensa sus relaciones con los demás, sino en el cierre egocentrado que no puede
resolver sus relaciones con los demás, más que a través de la relación de
dominio opresivo. El golpe deja una herida, y la mano que golpea no ha mostrado
las herramientas para procesar en la reflexión y soltar el evento hiriente, la
resiliencia necesaria para sanar y seguir funcionando.
Atrapado en sí mismo con la
herida que no cierra, que supura todo el tiempo, acontece el resentimiento, el
sentir y volver a sentir, la impotencia, la frustración, el miedo a no poder,
la ira para transformar la impotencia en dominio, el odio de sí y del otro.
Es menester hacer mención aquí
de la dialéctica del amo y el esclavo en su versión de opresor y oprimido.
Maltratador y maltratado, victimario y víctima, chingón y chingado.
En la versión hegeliana, el
esclavo ha luchado con el amo y ha perdido, ha tenido miedo a la muerte y se
somete. Queda sometido en la espera de asesinar al amo y liberarse, o mejor
aún, de tener algún día el valor suficiente para intimidar tanto al amo que se
le someta transformándose él, en amo. Sólo la toma de consciencia de su
capacidad transformadora del mundo le puede revelar su libertad como intacta
aún, en el sometimiento al amo, y le revela a la vez que el amo es dependiente
de él en su inutilidad e incapacidad de servirse a sí mismo.
En la versión freiriana, no
hay opresores y oprimidos, hay opresión, misma que somete a ambos extremos de la
relación disfuncional. El oprimido tiene tan interiorizada la figura del
opresor que, cuando logra su liberación, regularmente por medios violentos, no
logra superar la relación de opresión y se convierte en opresor.
De la misma forma acontece en
las relaciones de violencia, por ejemplo, entre pareja, o en las relaciones
delictivas, delincuente, víctima del delito. Regularmente no existen las
herramientas –no hubo una mano que acariciara- para resolver, queda el rencor,
el resentimiento, el deseo de venganza que, a la menor oportunidad convierte al
maltratado en maltratador y a la víctima en victimario.
Demasiadas veces –y eso que
nunca me he dedicado al derecho penal- he visto este proceso, por ejemplo, como
espectador de un movimiento ampliamente reconocido de víctimas de la
delincuencia que lucha por la paz y la justicia, a mi parecer, perdió la
iniciativa cuando algunas de las víctimas de la violencia no pudieron hacer el
proceso de resiliencia, cerradas en su dolor y cegadas en su sed de venganza.
Comprensible.
Octavio Paz describe una parte
del carácter y cultura del mexicano a través del concepto mítico de la
chingada, como la madre violada. No sólo es propio este concepto de la cultura
mexicana, sino que en general, el dolor y resentimiento de la conquista pervive
en los pueblos hermanos de Latinoamérica, los indígenas, los oprimidos de
múltiples caras, los desiguales, los desplazados económica y físicamente,
discriminados socialmente, culturalmente; muchos conservan la opresión en su
seno, a espera de ejercerla. Cito esta parte de las famosas palabras de “El
Laberinto de la Soledad”:
“Lo chingado es lo pasivo, lo
inerte y abierto, por oposición a lo que chinga, que es activo, agresivo y
cerrado. El chingón es el macho, el que abre. La chingada, la hembra, la
pasividad pura, inerme ante el exterior. La relación entre ambos es violenta,
determinada por el poder cínico del primero y la impotencia de la otra. La idea
de violación rige oscuramente todos los significados. La dialéctica de "lo
cerrado" y "lo abierto" se cumple así con precisión casi feroz.”
Fin de la cita.
Marion Young define la
opresión como una injusticia sistémica, estructural, que es ejercida por un
grupo, dominante, pero no, o no sólo de manera directa sino también indirecta,
culturalmente, sobre un grupo oprimido. Esta opresión tiene en su concepción
cinco caras que parafraseo: la carencia
de poder, en la que a un grupo se le separa del ejercicio de su poder como
seres humanos y de la participación política en la toma de decisiones; la marginación en la que hay exclusión
además del sistema de reparto de bienes y servicios, de los beneficios y
satisfactores sociales elementales; la
explotación, en la que también son separados de los bienes y servicios,
beneficios y satisfactores que ellos mismos producen; el imperialismo cultural, en el que se obliga a dicho grupo a
adoptar la forma de vida del grupo dominante para ser reconocido o la forma de
vida que el grupo dominante regula debe tener el oprimido; y claro, la violencia, que es ya directamente
herir, humillar, lastimar, desintegrar e inclusive suprimir. Desintegración no
sólo física, violencia no sólo física, sino psicológica y hasta existencial.
El derecho moderno –lo he
compartido en otras ediciones de este mismo coloquio- es un derecho que se
forma en las transformaciones de las revoluciones liberales y que,
consecuentemente, responde a los intereses de la clase social que se convierte
en dominante y capaz de poner el derecho y hacerlo pasar como universal. Un
derecho diseñado para proteger transacciones comerciales y acumulación de
capital, no para proteger personas.
Este derecho se engarzó muy
bien con la transformación de la cultura de occidente, que de un modo u otro
siempre ha sido cultura afirmativa, siguiendo la definición de Marcuse, pero
que en la época de posguerra se transformó en todo un sistema cultural, el
sistema capitalista de consumo adictivo.
Así, aquellos derechos
consagrados en las constituciones liberales y las siguientes generaciones de derechos,
se vuelven mera ideología. La membresía a la humanidad, como objeto con la
inherencia de dichos derechos, no es ser humano, es ser consumidor. Y si no se
es consumidor se es consumible. La cultura afirmativa obliga a consumir para
hacer el reconocimiento de humanidad.
Los oprimidos, excluidos,
explotados, marginados, violentados socialmente, se ven todo el tiempo,
presionados para alcanzar el estándar de reconocimiento que está mediatizado
por el consumo, sobre todo por el consumo suntuario y, al no poderlo alcanzar,
pues el sistema inclusive está diseñado para que no todos lo puedan hacer,
terminan resentidos. Son los chingados del sistema que esperan, en su resentimiento,
tener la oportunidad de chingar, de trastocar su carencia de poder en dominio y
oprimir a su vez, tomar, arrebatar, aún de manera violenta y criminal, lo que
les es obligado desear, pero les es impedido alcanzar.
Al tiempo que reflexionaba
sobre el tema que elegí presentarles hoy y me preparaba para escribirlo y poder
leérselos, se atravesó una noticia desventurada. El acuerdo de paz de Colombia
no alcanzó la mayoría de aprobación de la población. En realidad no alcancé a
leer las editoriales y opiniones que analizan las posibles causas, pero yo
especularé una: el resentimiento. Alcancé a leer un encabezado que decía más o
menos así: “Colombia no le dijo que no a la paz, le dijo que no a las FARC”, la
guerrilla que perdió todo sentido de lucha social y se convirtió en una
pesadilla no sólo para la clase social que combatía o decía combatir sino para
todo el pueblo, sobre todo para el pueblo que decía representar.
Muy probablemente el reclamo
sea de justicia ¿pero de qué tipo de justicia estamos hablando? Muy
probablemente sea justicia vindicativa, justicia retributiva, justicia de
venganza, primitiva en su talión (“ojo por ojo y el mundo quedará tuerto”).
Probablemente se ha perdido, por lo pronto, la oportunidad de aplicar una
justicia transicional que en la experiencia de otros países de la región ha
resultado tan provechosa para transitar, como su nombre lo indica, a una
justicia restaurativa. Más vale un mal acuerdo, dicen, que un buen pleito.
El resentimiento mata más
personas que todo lo demás, las balas se disparan más por resentimiento que por
legítima defensa. Por voluntad de dominio, de dominar y oprimir o mantener la
relación de opresión. Cuando el resentimiento dice “ni perdón ni olvido”, creo
yo que comete un grave error. El proceso de perdón en la resiliencia no es, o
no solo es para el victimario, es inclusive, de la víctima para consigo misma,
perdonarse por ser víctima.
Pensemos ahora en la
transición exitosa de Sudáfrica, de un sistema altamente opresivo, de exclusión
y marginación y las demás caras de la opresión pues siempre acontecen todas juntas
¿cuál fue la política de Mandela? Política del perdón y del reconocimiento. No
se trata de que el criminal u “ofensor” como se da en llamar en la justicia
restaurativa se salga con la suya. Se trata de eliminar el resentimiento, el
resentimiento que queda en la víctima, el resentimiento que trae el agresor,
resentimiento social por ser marginado de lo que por otro lado se le obliga a
tener para reconocerlo, y el resentimiento que guardará con encono por ser
castigado sin un verdadero proceso de reparación social. Proceso que nuestra
justicia, que nuestro país, dista muchísimo de logar.
Llamo ahora su atención a
eventos más terribles, imperdonables. Está aconteciendo un verdadero genocidio
de género en el Estado de México, principalmente; los desaparecidos aumentan,
la criminalidad en general parece que también y el revanchismo social está a la
alta. Amanecimos esta semana con terribles noticias que ensombrecieron a
nuestra facultad como comunidad.
Ante esta ola de violencia, el
resentimiento social crece y el reclamo de “justicia” si es que la justicia
retributiva puede ser plenamente por lo menos justicia, llega hasta la
desesperación. Circula en redes sociales un “meme” que llama a un “Pacto ciudadano.
Si hacen justicia frente a mí, no vi nada, no escuché nada, no sé de qué me
hablan. Por un México sin rateros”. La directa es contra la corrupción y la
impunidad.
Circula otro “meme” en el que
un niño le pregunta a su padre: “–¿Si matamos a todos los ladrones quedaríamos
sólo los buenos, papá? –No hijo, sólo quedaríamos los asesinos”.
Qué difícil, ante el
resentimiento, explicarle a los resentidos que los derechos humanos, no
debieran, fuera de sus usos ideológicos como el que he señalado con anterioridad,
instrumentalizarse para defender delincuentes, qué difícil explicarles eso a
los estudiantes de derecho. Qué difícil me ha sido entenderlo yo mismo desde mi
posición privilegiada en la que por fortuna y casi meramente por fortuna, nunca
me ha pasado ni a mí ni a mi familia, algo grave. “Claro –me dicen- si le
pasara algo a un familiar tuyo no pensarías igual”. Y es completamente cierto.
Por eso deseo que haya un verdadero sistema de justicia, una justicia
restaurativa que me permita no tener que decidirlo, que me facilite las
herramientas para curar el dolor y eliminar el resentimiento, una justicia que,
en primer término, haga justicia social para que no haya un resentido que me
arrebate lo que amo.
Justo ese es el asunto con la
tortura institucionalizada, oficial. Cuando afirmamos que es justo torturar a
un torturador –pues el torturador ha perdido su dignidad y no merece ser
respetado cuando ha faltado el respeto. Cuando siguiendo ese razonamiento
torturamos y faltamos al respeto, no quedamos los justos sino los justicieros,
los irrespetuosos, los torturadores. La dignidad que está en juego, no es la
del otro que ya la perdió, es la nuestra, la dignidad de la institución, la
dignidad de la oficialidad. Deseo una justicia que no me permita rebajarme a
perder mi dignidad en el dolor y el resentimiento de la venganza.
Nuestro país intenta transitar
de una justicia inquisitorial, a una justicia acusatoria, vale decir,
retributiva a restaurativa que repare el tejido social y que elimine el
sufrimiento, que palíe el dolor padecido y destierre el dolor infligido, para
usar las categorías que Ferrajoli ocupa de Natoli. ¿Qué tanto se podrá lograr
sin una justicia transicional, una justicia social, un cambio de sistema de
consumo que elimine la enajenación al mismo para beneficio de unos cuantos
enajenados a su vez a ese beneficio material? ¿Qué tanto será posible sin que
como sociedad tengamos las herramientas para, por lo menos, paliar el
resentimiento, ese resentimiento atávico del “no me chinguen” o el “a ver a
quien me chingo”?
Por último quisiera terminar
con un poema de Salvador Díaz Mirón, Justicia:
Fuerza
es convenir en ello:
Todo
hombre es un pecador
No
hay nadie que en su interior
No
esté con la soga al cuello.
Ceñudo
y calenturiento
Sacudo
la frente fiera,
Como
si así consiguiera
Arrojar
el pensamiento.
Pero
altivo en mi tormento
Miro
el tiempo que pasó
Que
las faltas en que yo,
Frágil
como hombre, incurrí,
Podrían
afligirme, sí;
Pero
avergonzarme, ¡no!
Dicen
que todo mortal,
Hasta
el que lleva una palma,
Es,
por el fallo de su alma,
Un
condenado al dogal
Mas
no tiene suerte igual
La
púrpura y el andrajo:
Cuando
el culpable no es bajo,
Es
menos vil su sentencia
Por
eso es que yo en mi conciencia
Reclamo
el hacha y el tajo.
Gracias.