lunes, 21 de octubre de 2013

¿Son innecesarias las discriminaciones positivas, los tipos penales y las cartas de derechos humanos especiales en defensa de la mujer y otros grupos en situación de vulnerabilidad?

Me escribe una alumna: "yo comparto la postura de quienes opinan innecesaria la creación de tantos tipos penales específicos so pretexto de brindar mayor protección a la mujer. Por una parte, se propicia lo que el jurista español Jesús-María Silva Sánchez llama «la expansión del derecho penal», yo diría «la innecesaria expansión de derecho penal», lo que, dicho sea de paso, no reivindica nuestra imagen social como mujeres sino más bien nos victimiza". Yo le respondí lo siguiente:
"Estimada: efectivamente tiene razón en principio, pues en principio una expansión del derecho penal siempre es innecesaria y refleja que por la parte más importante del espectro jurídico, la que comienza con la educación y la prevención, se está fallando y se tiene la creencia que con enforzar coactivamente se resolverán los problemas. Primero deben ser la prevención y la educación y hasta el último la penalización y la coacción (pues la coacción es, por definición violencia y lo contrario del derecho, no lo que lo hace jurídico).
Es cierto que si hubiera conocimiento y cultura de tolerancia activa y reconocimiento y respeto del otro, bastaría con que los derechos humanos dijeran que son para todas las personas como para que entendiéramos que personas son también los niños y niñas, las mujeres, todas las razas y etnias, las personas con capacidades diferentes (¡que importante amparo el último de la corte respecto del joven con síndrome de asperger!), etcétera, y no harían falta y serían innecesarios catálogos específicos de derechos de los niños y las niñas, derechos de las mujeres, etc. así como tipos penales específicos como el feminicidio y medidas como la discriminación positiva que, por más positiva que sea no deja de ser discriminación.
Pero mientras haya ignorancia (y aplico el término en un sentido lato como lo contrario a la sabiduría, principalmente la sabiduría del amor fraterno universal, no en sentido denostativo) habrá frustración y resentimiento y con ellos dominio y opresión y con ella exclusión y marginación, explotación y violencia, y las mujeres estarán en una situación vulnerable que los hombres y las mujeres con un poco más de conocimiento, con un poco más de fortuna en la experiencia de esa sabiduría del amor, deberán emparejar a toda costa, con acciones afirmativas y discriminaciones positivas hasta empoderarlas. Y si eso significa que, para paliar esa ignorancia, se deba expandir el derecho penal, no lo considero, de ninguna manera, innecesario, sino todo lo contrario. Sólo se revictimiza cuando esa expansión del derecho penal se hace pensando que se protege a un grupo vulnerable el que, "pobrecito", no puede valerse por sí mismo, esa sería una expansión no sólo innecesaria sino contraproducente que únicamente reproduciría la opresión y violencia hacia las mujeres. No, no hablamos de grupos vulnerables, pues no hay nada en ellas que las haga esencialmente menos y necesariamente vulnerables. Es un grupo en situación de vulnerabilidad, colocado ahí, en esa situación tan grave, por la ignorancia de una cultura machocéntrica patriarcal, altamente dominante y opresiva.
Saludos".

jueves, 10 de octubre de 2013

El narcotráfico y el capitalismo...

En un mundo de libre mercado donde la declaración de humanidad con los privilegios (derechos) que le van aparejados está dada por el éxito en la acumulación de riqueza y la capacidad de consumo (ser ser humano es ser consumidor y rico, sino no se es ser humano), es perfectamente lógico que la venta, distribución y consumo de estupefacientes sea la empresa capitalista por excelencia, y además la más exitosa. El capitalismo basa su éxito en la acumulación de capital la cual logra fomentando consumo, lo cual logra fomentando enajenación, lo que logra fomentando adicción lo que logra a su vez convirtiendo en necesidades deseos, imponiendo la consecución de valores que pone al "alcance" sólo a través de las mercancías, rompiendo el lazo social a través de la competencia salvaje para hacer que la incompletud humana se vuelva vacío existencial, fomentando la ignorancia para hacer creer que los valores con los que se llena ese vacío existencial se encuentran en las mercancías -en este caso las drogas. Este "círculo vicioso" y el doble estándar moral del capitalismo salvaje, predatorio, capitalismo de consumo adictivo, es fácil verlo p.e. en "los olvidados", los niños y adolescentes en situación de calle, marginados de la sociedad pero toda vía dentro de ella y sujetos a la obligación del mercado de consumir -pues si no consumes no eres humano- y ante la frustración de no poder hacerlo, consumen "mona". Lo mismo pasa con el adicto promedio, ya sea que sea adicto al consumo de sustancias "adictivas" per se, o de objetos del deseo, desde zapatos, automóviles, estatus social, éxito económico, situaciones, relaciones, cosas en general y hasta personas. La lógica es más o menos así, "¿te falta amor? consume panqué bimbo, amor en cada rebanada".... ojo liberales, libertarios, libre empresarios, etc. el capitalismo que caracterizo -neoliberal- no es el del empresario honesto, emprendedor, con responsabilidad social que crea empleos, no, es el que se está globalizando a fuerza de imperialismo cultural -una de las caras, junto con la violencia, la exclusión, la marginación y la explotación- de la opresión; el capitalismo de consumo adictivo, que es adicto al petróleo y a la economía de guerra, que fusiona mercados a fuerza de bombardeos y asesinatos. No nos engañemos, el narcotráfico es la joya de la corona de este capitalismo, el hijo prodigio, el aprendiz más avezado de sus lecciones, el empresario más exitoso... ya lo dijo el "sabio" Marcola...

miércoles, 2 de octubre de 2013

“Subjetividad, derecho moderno y argumentación”.
Ponencia presentada en el marco del 2o Coloquio de retórica, hermenéutica y argumentación jurídica.
Mtro. Miguel Eduardo Morales Lizarraga.

            Recientemente volví a oír el comentario a cerca de lo subjetivos y parciales que pueden llegar a ser algunos jueces en sus decisiones y la incertidumbre que esto ocasiona. La historia hipotética es casi siempre la misma más o menos en estos términos generales: Si, por ejemplo en un caso de divorcio, el juzgador resulta ser mujer, puede que favorezca a la mujer en la litis y viceversa, y que al postulante le conviene averiguar el carácter del juez, el perfil psicológico o algunos detalles de su vida para granjearse una empatía, que, sin romper con las formalidades de la imparcialidad, inconscientemente y de fondo inclinen la balanza a favor de su causa.
            Siempre me ha parecido que para la filosofía, y sobre todo para la ciencia, y para la ciencia jurídica en especial, la subjetividad es “un perro infernal” –como diría Bukowski refiriéndose al amor- al que hay que mantener lo más a raya posible. Me vino a la mente al escribir estas líneas el infortunado y lamentable episodio del pitt bull que mató a un niño y el revuelo que causó en redes sociales; por un lado, la condena al pobre animal, además de a la dueña, por supuesto, satanizando a la raza como agresiva y violenta por naturaleza y, por otro, la defensa que hicieron los animalistas argumentando que un perro de esa raza será lo que esté entrenado para ser, que si el amo es ignorante y violento adiestrará al animal a sacar lo más violento y agresivo de sí hasta convertirlo en el extremo en un perro de pelea instrumento de una de las brutalidades más estúpidas de las que es capaz el ser humano; o, en el otro extremo, la aserción de que durante mucho tiempo esta misma raza fue criada para cuidar precisamente niños. Me parece que así ha tratado occidente a la subjetividad, a ratos como lo más humano de lo humano, aquello que nos da identidad, que nos hace auténticos y nos diferencia de cualquiera otro ser humano (nuestra personalidad para ser original debe pasar por el ahí de la subjetividad a tal grado que inclusive ahora, en estos tiempos posmodernos, la personalidad es un valor tan preciado que se vende en escaparates de centros comerciales), y a ratos como recipiente de la animalidad, de las pasiones que nublan la razón y que hay que eliminar a toda costa si se quiere ser ser humano pleno, digno, racional.
            Me viene siempre en estas lides también a la memoria la definición de cultura de Freud, que aparece en el apartado tercero de su malestar en la cultura, parafraseo: la cultura es el conjunto de productos humanos que nos separan cada vez más de nuestros antepasados animales, nos protegen de la naturaleza y regulan nuestras relaciones; ¡nos separan de nuestros antepasados animales! Como si ser animal, que lo somos por más que la cultura nos separe o simplemente intente encubrir el hecho, fuera lo pero y completamente contrario a lo que es ser ser humano. Hay que eliminar la animalidad y con ella la subjetividad pues son receptáculo de las pasiones que, como dije, nublan la razón y nos hacen bárbaros, bestias brutales e irracionales, ¡un insulto a los animales y a los seres humanos!; ¡protegernos de la naturaleza! ¿me pregunto a estas alturas del progreso tecnológico de la humanidad si más bien no es la naturaleza la que debe ser protegida de la explotación irracional a que la sometemos?
            Creo que el temor a la subjetividad podemos rastrearlo por lo menos hasta Platón. La teoría platónica del conocimiento en términos generales va a operar una separación radical entre cuerpo y alma. Para Platón el mundo sensible es el mundo de las apariencias no es el mundo real y esas apariencias y nuestros sentidos nos engañan, las opiniones o doxas diversas sobre los mismos asuntos y fenómenos, la falta de acuerdo entre las personas crea contradicciones en nuestro conocimiento que se presentan como insolubles para-doxas. Frente a este mundo irreal de apariencias, deduce un mundo “real” más allá de esta fisis, en donde se encuentran los arquetipos o ideas que le dan su forma y cualidades a las cosas y fenómenos confusos. Para acceder a ese mundo hay dos caminos, el primero, difícil, es el camino intelectivo, el de la razón, el del mito de la caverna[1], a través de los peldaños del diálogo con quienes han vislumbrado un rayito de luz y, mediante la dianoia llegar a la noesis de los arquetipos.[2] El otro, de plano es la muerte, lo que le reprochará acremente Nietzsche a Platón.
            No es posible acceder al conocimiento a través de la sensibilidad, pues ésta viene del cuerpo y el cuerpo “es la cárcel del alma”, y más exactamente en el diálogo Fedón (114c): “los que se estima que se distinguieron por su santo vivir, éstos son los que, liberándose de esas regiones del interior de la tierra y apartándose de ellas como de cárceles, ascienden a la superficie para llegar a la morada pura”; la imagen mítica también aparece en el Fedro: el alma alada, halada por dos caballos uno dócil y otro indómito debe ser conducida sabiamente por el auriga de la razón, pues si se deja desbocar por el corcel negro de la concupiscencia, en lugar de apreciar los arquetipos se precipitará hacia la tierra perdiendo sus alas, encarnando en un cuerpo y quedando aprisionada y condenada a solamente, si tiene suerte, recordar ese topos urano que alguna vez habitó y que, no podrá ver hasta que se libre de las pasiones del cuerpo y termine con los ciclos de la metempsicosis.
            De esta manera la percepción sensible, reino de lo particular y lo subjetivo queda condenada como no fuente de conocimiento, como fuente de error y apariencia, como peligrosos reino de la arbitrariedad.
            Hemos de recordar que para el tiempo en que Paltón está fundamentando estas teorías suyas, está aconteciendo en toda la Hélade y principalmente en Atenas una crisis de la fundamentación hegemónica de la religión y que la llamada iliustración antigua ha llevado a que los sofistas más que maestros de la razón y la palabra, sean artificiosos rotores que retuercen los sentidos y transforman los discursos buenos en malos y los justos en injustos y viceversa a gusto del cliente, pues hemos de recordar también que muchos de ellos fungían como abogados, además de maestros de retórica para que sus clientes pudiesen persuadir –más que convencer- en el ágora política.[3]
            El platonismo va a dominar occidente durante siglos gracias a su absorción en la episteme a través de Agustín de Hipona. Pero la diferencia sustancial será que el topos urano no va a estar habitado por una multiplicidad de dioses y corifeos sino por el dios de la religión cristiana puesta a sí misma como universal. Y entonces, para acceder al conocimiento de la Verdad hay que recibirla directamente por revelación o, sino se es de los elegidos para recibir esa revelación, a través de los intermediarios que sí tienen acceso directo a las revelaciones. El derecho canónico dictado por el Papa y la jerarquía eclesiástica hacían las veces de derecho internacional zanjando medianamente las disputas entre los reyes europeos –el ejemplo más famoso aunque no tan efectivo, es el de las bulas alejandrinas de 1493.
            En la práctica, aquello que tenía la apariencia de objetividad, sólo enmascaraba la subjetividad arbitraria del papa –o de quienes tuvieran influencia sobre él, como la corona española la tuvo sobre el papa Borgia- y el derecho canónico aparentemente objetivo, resultaba así la voluntad arbitraria de un grupo de poderosos. Constante esta que es la que intentaré establecer a lo largo de este charla.
            Inglaterra y Francia no se sometían tan fácilmente a la subjetividad papal y después del cisma de Aviñón a fines del siglo XIV y del cisma anglicano en el siglo XVI, prácticamente no le temerían. Pero ciertamente el cisma más importante es el luterano de principios del siglo XVI. Dentro de las principales tesis de Lutero estaba el cuestionamiento a la infalibilidad papal, el dogma católico de que las aserciones “ex catedra” del papa en materia de fe y moral –y a través de la moral en el derecho- son inspiradas por el espíritu santo y por tanto son infalibles. Los tres resultados más importantes para la historia del derecho serían, en primer término el nacimiento del Estado moderno, ya que muchos reyes, sobre todo los príncipes electores germanos, se convirtieron al luteranismo para ya no tener que obedecer a la iglesia sin amenazados constantemente con la excomunión o tener que comprar indulgencias para sus excesos; estos reyes pronto aprovecharon el dinero que ya no iba a parar al Vaticano para hacerse un ejercito propio, que les eximía de armar un ejercito consultando a sus príncipes, lo que a su vez propició su aumento de dominio y finalmente su reconfiguración de primus inter pares a monarca absoluto.
            El segundo resultado importante fue el nacimiento de un nuevo derecho internacional inspirado a su vez en lo que sería el tercer resultado, una nueva corriente de pensamiento jurídico basada en el naciente racionalismo: el iusnaturalismo racionalista, ambos –derecho internacional y iusnaturalismo racionalista- armados ideológicamente por Samuel Pufendorf y Hugo Grotio principal y respectivamente[4]; la idea del derecho internacional basado en un derecho natural dado no ya por un dios y su vicario que no era obedecido por muchos, sino por la propia razón de todos asumida como coactiva por sí misma era, precisamente alejar la subjetividad arbitraria del papa en la toma e imposición de decisiones y poner una objetividad irresistible si se seguían los métodos y deducciones de la razón y se quería ser legitimado como interlocutor racional válido.
            En la realidad este nuevo derecho natural racionalista terminó siendo una ideología para encubrir el nuevo status quo, la voluntad que se imponía a través de la máscara de derecho objetivo era la subjetividad del monarca –único principio de decisión y de derecho- y su círculo, sus príncipes y nobles convertidos en la burocracia del nuevo Estado, convertidos ya en aristocracia.
            Pero eventualmente esta ideología fue desenmascarada, pues eventualmente el monarca y su aristocracia se quedarían, por sus despilfarros, sólo con un poder político bastante endeble pues el poder “real” estaba en otra parte, en el poder económico que era detentado por una “nueva” clase social surgida en el renacimiento a causa, entre otras cosas, de las cruzadas, que abrieron la puerta a nuevas formas de comercio y relaciones de producción. Esta burguesía que poco a poco fue sustituyendo en el mecenazgo de artistas y técnicos, y eventualmente científicos, a la nobleza, van apropiándose de los frutos técnicos de la naciente ciencia moderna y se van convirtiendo en dueños de los medios de producción, lo que, al cabo del tiempo y ya para el siglo XVIII propiciará la eclosión de la primera revolución industrial moderna y el cambio del polo de poder económico de la aristocracia a la burguesía industrial.
            La frustración de esta burguesía que tenía el poder económico pero no el poder político, tanto como su frustración de no poderse hacer valer frente a la aristocracia que administraba el derecho y la justicia subjetiva y arbitrariamente y, por lo tanto, no poder hacer valer el cumplimiento de los contratos violados por esa aristocracia, ocasionarán, cimeramente en Francia pero también en Europa y en América Latina, las revoluciones liberales. La burguesía se alía con el campesinado y el artesanado para hacerse del poder e imponer un nuevo sistema de derecho. Son famosas las ideas de Montesquieu que repercutirán en esta “nueva aristocracia” económica, la separación del poder en tres esferas y la limitación de la esfera judicial a ser boca de la ley, una ley que ya no habría de ser impuesta al garete de los intereses del monarca y sus cófrades sino, al menos en principio, por “la voluntad general” de los pueblos.
            El derecho natural racionalista sigue presente en esta nueva configuración pero ya no se materializa en el mundo a través del monarca ni sirve para encubrir a éste, pues la idea de voluntad general de Rousseau, será la idea de la racionalidad misma materializándose en los acuerdos políticos que le dan vida a la ley. Un nuevo tipo de Estado aparece, el Estado “Liberal” de derecho, en el que las ideas principales son que, por un lado las mismas autoridades que imponen el derecho estarían sometidas también a él y serían sólo portavoces de la voluntad general materializada en ese derecho; y por otro, la idea derivada de que el individuo es egoísta y de que todos los individuos son iguales y que por lo mismo sus acuerdos de voluntades en general y de contenido económico en particular son intrínsecamente justos, por lo que el Estado no tiene necesidad de intervenir más que para dar sanción y reconocimiento legal y público a dichos acuerdos, así como para hacerlos cumplir.
            Nuevamente, en la práctica, el nuevo tipo de derecho, el “derecho moderno” y el nuevo tipo de Estado, el “liberal de Derecho”, serán técnicas discursivas ideológicas para encubrir el nuevo status quo y encubrir la nueva subjetividad arbitraria que se impone durante los siguientes siglos[5]; la voluntad y subjetividad, las necesidades e intereses particulares de la burguesía. La burguesía no necesita la libertad igual de todos, le basta con la libertad mediatizada por el capital que sólo ella puede tener efectivamente, comprándola[6], le basta con la igualdad formal ante la ley y con ella le basta con una justicia que sea meramente instrumental vacía de contenido, apoyada en un derecho que se separa de la Ética en un afán de separarse de la moral. La burguesía no quiere la justicia efectiva que sólo podría fundarse en la Ética, pues no le interesa ni puede querer que el derecho proteja seres humanos, sino que le basta con que el derecho proteja y de, precisamente, seguridad jurídica a acuerdos de voluntades de contenido económico, a transacciones económicas.
Tres características harán moderno al derecho moderno y dos características principalmente harán moderna a la sociedad moderna: primero, respecto del derecho –cuya cima serán las codificaciones de principios del siglo XIX y el comienzo del imperio del iuspositivismo y cuyo botón de muestra son los códigos napoleónicos-, éste estará diseñado, como hemos dicho no para proteger personas, sino para proteger transacciones económicas, para proteger la acumulación de capital; segundo, la eventual identificación entre derecho y Estado hará de éste último una “coartada” del capital para que los grandes traicionados de las revoluciones liberales, los campesinos y los artesanos y obreros, es decir, la gran mayoría de seres humanos, no puedan elevar sus exigencias de reparto justo de su parte en el proceso de producción y acumulación de capital, directamente a quienes los explotan sino que quedan mediatizadas sus exigencias de justicia y de libertad real por esa ficción llamada Estado moderno; tercero, los derechos subjetivos o facultades y potestades de los seres humanos, no son “realmente” de ellos, sino que son concesiones graciosas de la oligarquía gobernante, son otorgados por ella a través del derecho positivo que es impuesto por ella[7]. Respecto de la sociedad, en primer lugar, lo que la hace moderna es esta nueva forma de producción destinada no a reproducir sociedad ni a hacer de la sociedad una comunidad en la que el ciudadano participe de la vida cotidiana de la misma, sino a producir y acumular capital y en la que el ciudadano para reclamar sus derechos y participar en la toma de decisiones tenga que pasar por el intermedio de la burocracia estatal que instrumentaliza el poco poder que no le ha sido usurpado como pueblo soberano.[8] Y segundo, la producción y acumulación de capital y la reproducción del status quo están mediadas a su vez por la ideológica esperanza de que la universalidad, objetividad, racionalidad y sistematicidad del conocimiento, el control y dominio sobre la naturaleza que éste provee y prevé, llevarán “progresivamente” (el mito del progreso) a la abundancia y la emancipación de todos; sólo que algunos, la mayoría, van a tener que esperar… indefinidamente…
Esta última característica, la mitología de la objetividad, universalidad, sistematicidad y racionalidad, se supone que serían resultado de la aplicación del método científico que, extrapolado e impuesto a la fuerza al derecho, se transformaría en el paradigma cientificista y positivista que reduciría el conocimiento del derecho a la dogmática jurídica, arrogándole a ella y sólo a ella, el prestigioso título de “ciencia jurídica” (claro, en las versiones anglosajonas, insular y americana el nombre es todavía más pomposo y usurpador, la “ciencia jurídica” se llama, indebidamente “jurisprudencia”), y reduciendo al derecho en un pars pro toto que resultará infernal, exclusivamente a la norma y a la coacción.
El método científico así extrapolado a la ciencia del derecho, partirá en su mitad inductiva, dominantemente de la norma “puesta” por el “hombre”, confundiendo severamente el deber ser de la norma con el ser de la naturaleza de la cual parten inductivamente el resto de las ciencias[9] (aclaro que, “dominantemente”, pues también otras versiones de positivismo jurídico que frisarán con versiones iusnaturalistas “naturalistas”, y versiones iusrealistas, partirán de los hechos; la versión normativista y principalmente la formalista del positivismo jurídico es la que domina en la modernidad de fines del siglo XIX y principios del XX); esta confusión entre positivo en sentido jurídico como lo puesto por el hombre en la norma que es un deber ser, y lo positivo en sentido filosófico como la realidad material susceptible de ser medida cuantitativamente, que es un ser, hará que se pase por objetivo cualquier subjetividad sin ningún control o, más bien, con el aparente control de la cientificidad y de la segunda parte del método científico, muy cara a la dogmática jurídica, el método lógico deductivo.
A través del método lógico deductivo de subsunción del hecho a la hipótesis normativa que contiene a su vez y concluye la consecuencia de derecho y en su caso, la sanción, se creía realizar el sueño de la seguridad y certeza jurídicas de la burguesía al amordazar la subjetividad del juez que queda así convertido en boca de la ley, es decir, en boca de la voz de los propios deseos e intereses de la burguesía –su subjetividad dominante- plasmados objetivamente en la ley.
La ciencia del derecho moderna en su afán generalizador y objetivizador, en su afán de eliminar la tan temida subjetividad, intentará desterrar del derecho a la moral, haciendo una separación entre ellos, tajante en los casos más extremos, conceptual en los más temperantes, pues toma a la moral como particular, subjetiva y relativa. Pero, la modernidad eminentemente epistemológica termina confundiendo de manera desastrosa ética y moral y convierte a la primera en la ciencia de la segunda, lo que acarrea que el derecho no sólo se separe de la moral sino también de la ética. Es el ideal formalista, por ejemplo, de la teoría “pura” del derecho que reduce éste a norma y a ésta la vacía de contenido para quedarse sólo con la forma de la norma, eliminando a su vez todo lo que fuese ideología, la moral (y la ética), la política, la psicología.
Igualmente la práctica esto significó que, cualquier subjetividad, al pasar por el proceso formal de producción normativa, sería derecho formalmente válido, tergiversando el sentido de la palabra válido, vaciándola a su vez de valor y convirtiéndola, prácticamente en sinónimo de obligatoriedad. Y en la práctica, la obligatoriedad desde el punto de vista formal sólo es producida de dos maneras igualmente violentas, por intimidación –coerción-, o por aplicación directa de la fuerza física –coacción.
Esto último termina a su vez reduciendo al derecho en otro pars pro toto a una sola de sus funciones, la del control social, pero transformado en dominio. Ese dominio tendrá la apariencia de legitimación pues estará monopolizado e institucionalizado por el Estado, pero si éste es sólo la coartada del capital para imponer sus intereses el resultado es efectivamente desastroso. Las otras funciones del derecho, incluidas las más específicamente jurídicas quedan preteridas en el mejor de los casos y, en el peor, francamente borradas; las funciones de integración y cohesión social o la formación de relaciones de común unión que queda eliminada para dar paso a endebles relaciones de competencia (económica); la resolución pacífica de conflictos, la orientación social, la limitación y legitimación del poder para que éste no se convierta, usurpado, en dominio; la distribución de la riqueza para que no se acumule en unas cuantas manos; las funciones represiva, sí, de las conductas lesivas de las relaciones sociales, que puedan romper los lazos y desgarrar el tejido social y la finalidad funcional de ésta, la producción y reproducción del caldo de cultivo necesario y suficiente para que las personas integrantes de la misma puedan libremente, si así lo desean, desarrollarse, florecer y llegar a la plenitud de sus potencialidades y capacidades; tanto como la función promocional de los valores jurídicos fundamentales.[10]
Muy pronto, la realidad mostraría desastrosa la idea de formalizar al derecho y de separarlo de la moral, a la vez que desastrosa la idea de que la ética y la moral fueran la ciencia y el objeto de la ciencia respectivamente. La intención de ésta separación y del formalismo jurídico era, nuevamente, el temor, fundado en parte, de que a través de la moral se colaran en el derecho subjetividades particulares, siendo que el derecho debería ser general y abstracto. Esta, que es una postura moral en sí misma como señaló en su momento Hart[11], no pudo contener que en la práctica se utilizara al derecho como mero instrumento ideológico y que sus formas se llenaran de cualquier contenido subjetivo, de cualquier moral aunque fuese inmoral. Nuevamente el derecho era nada más una tapadera de apariencia objetivista frente a la oculta cara de lo peor de la subjetividad humana.
La producción formal de normas que teóricamente intentaría que sólo los contenidos consensuados democráticamente fueran el fondo de las normas, no puede resistir la usurpación de la democracia y la edulcoración de ésta como democracia meramente instrumental en la que se reduce la participación del ciudadano al voto periódico y esporádico y en la versión contemporánea, a su capacidad o incapacidad de consumo. La democracia se convierte en un botín a repartir y que no se reparte y queda en manos de oligarquías económicas sin más interés en el derecho que el utilizarlo como instrumento de satisfacción de sus intereses y subjetividades. Pero, en el peor de los casos, el proceso formal de producción normativa queda reducido a la potestad de un solo hombre fuerte, un dictador o Führer cuya palabra es ley por ser su voluntad y su capricho, la forma de producción de ley. Eventualmente esta incapacidad real de la ciencia dogmática y formalista del derecho de prepararlo para resistir el embate de ideologías criminales, hará que millones de seres humanos se vean reducidos a la nada a través de mucho sufrimiento.
En Europa primero, en la década de los 30 del siglo XX con los fascismos y nacionalismos; y en América Latina después en las décadas de los 70 y 80, con las dictaduras militares a la medida –sin olvidar a África por supuesto y sus ejemplos como el desastre que dejó el domino belga tras de sí en Ruanda- la regla general era que el derecho positivo era la voluntad del hombre fuerte y sus filias y fobias subjetivas que mandaron a la muerte a miles de personas en defensa de intereses de grupo, de raza, de credo, de nación, y, sobre todo, de sacrosanta e inviolable propiedad privada.
A la salida de las duras pruebas de la humanidad de la primera mitad del siglo XX y de las cuales la humanidad o la oligarquía –ahora en forma de bancocracia financiera y monopolio de hidrocarburos y armamento- no aprendieron más que a maximizar el proceso de enajenación para el consumo y acumulación de capital, algunos teóricos del derecho y algunos políticos se dieron cuenta de que era imposible e indeseable desterrar la subjetividad de las relaciones humanas y mucho menos desterrarlas del derecho, pues el precio era muy alto: dejar a esta subjetividad indómita o peor aún dejar que lo peor de la subjetividad humana sumida en la ignorancia, el apego o avaricia y el resentimiento quedaran debajo de la alfombra del derecho para salir eventualmente dando zarpazos desgarradores.
Las soluciones ambas buenas parcialmente, mejores juntas pero aun insuficientes no se hicieron esperar. Por un lado el comienzo de la era de las declaraciones modernas de los derechos humanos que poco a poco irían configurando un régimen internacional de los mismos y eventualmente un nuevo paradigma para el derecho introduciendo a través de sus principios los valores éticos fundamentales de la humanidad. Y junto con esta progresividad, lenta sin duda frente a las urgencias imperiosas de nuestra doliente realidad, fueron apareciendo filósofos y filosofías que daban fundamento y demostraban la pertinencia y contenido real de los valores de los derechos humanos; filosofías como la existencialista, el personalismo, las éticas de Levinas y Ricoeur, etcétera, que han servido para eliminar la brecha formalista entre ser y deber ser, y mostrar la dialéctica entre el ser humanos y sus valores y deberes.
Por otro lado y, a la par de la tendencia anterior, a finales de la década de los 50 del siglo pasado, fueron surgiendo, tímidamente al principio, las teorías de la argumentación jurídica, como un renacimiento de la retórica antigua y medieval, así como de la justificación dialéctica del discurso y las decisiones jurídicas. Pero la advertencia estaba dada desde antes. El realismo norteamericano que ya hemos mencionado, y también el realismo escandinavo, en sus versiones más extremas revelan que es imposible suprimir la subjetividad, que lo único que hacen los formalismos normativistas y los métodos deductivos es esconderla debajo de la alfombra ocasionando que opere lo peor de ella e impidiendo que opere lo mejor. En la versión más extrema del juez Jerome Frank, de plano, lo que los postulantes deben hacer es trazar un perfil psicológico del juez para poder predecir sus decisiones y/o poder influir en él y a través de él en éstas.
¿Es en definitiva la subjetividad un perro infernal del que no se puede deshacer el derecho y que resulta contraproducente intentar ocultar pues vuelve al propio derecho un instrumento de su capricho? ¿Es de plano la subjetividad la parte animal que debemos eliminar de nuestro espíritu a toda costa para evitar deshumanizarnos? Creo que hay un terrible mal entendido respecto a la subjetividad que viene de la ignorancia. Ignorancia culpable como decía Kant en su escrito sobre la ilustración, pues tiene todo para salir de la oscuridad y sin embargo y por temor a ser responsable y tomar las riendas de su libertad no lo hace.
Este malentendido viene de luenga tradición que podemos por lo menos rastrear hasta Agustín de Hipona. La libertad mana de la parte “mala” y “corrompida” del hombre, así que todo lo que nazca de ella es contrario a Dios. El hombre solo es libre para obedecer a su creador y cuando lo hace no es libre en sentido pleno sino que sigue la ley determinada para él. Esta mácula, esta corrupción del espíritu humano penetra tan fuerte en él que termina siendo su fibra misma. Para cuando la filosofía agustiniana platónica se introduce al luteranismo y al protestantismo va a terminar configurando una imagen del hombre que, en apariencia, es confirmada empíricamente: el hombre es el lobo del hombre; es un individuo mezquino y egoísta que preexiste a la sociedad y que sólo entra en ella para saciar sus bajos impulsos. Pesimismo antropológico que insulta tanto a los lobos como a los hombres como diría Marshal Sahlins.[12] La ideología de la modernidad occidental incluye a esta imagen del ser humano como su fundamento y –una mentira contada mil veces termina convirtiéndose en verdad- a fuer de repetición, ha terminado por introducirse en los actos cotidianos de las sociedades occidentales haciendo que parezca como evidencia empírica y parte esencial de la naturaleza humana. “El hombre es egoísta por naturaleza”, decimos y miramos a nuestro alrededor encontrando montones de evidencias.
La experiencia de las guerras mundiales, los genocidios y las filosofías tanto de la existencia como del personalismo que permitieron un mejor estudio de la ética como ontología humana, ayudaron a desvelar a los derechos humanos no sólo como buenos deseos sino como principios normativos que permiten, salvando la debida distancia entre el derecho y la moral, conectar al derecho con la ética y así, permiten a la vez una introducción estable de la “subjetividad-objetiva” humana en el derecho. Inclusive, algunos sectores de la teoría contemporánea del derecho, fuertemente unidas a la argumentación y ponderación de derecho, atribuyen la juridicidad de la norma y del fenómeno jurídico en general, no ya a la coacción, como en el formalismo positivista, sino a la protección de los derechos humanos y ala protección de las personas, como con el principio de interpretación pro persona de nuestra constitución, precisamente.
Muy seguramente el quiebre del paradigma epistemológico de la modernidad, que todavía estamos viviendo y que tiene sus orígenes en las filosofías de la sospecha –Marx, Nietzsche, Freud, que en términos generales sospechan que el paradigma moderno es una ideología- y en las rupturas de Einstein, Gödel y Prigogine[13], han permitido ver con mayor claridad las insuficiencias del objetivismo científico moderno, de la lógica formal y la axiomática, y han permitido una apertura hacia la hermenéutica epistemológica, el uso de la lógica dialéctica como instrumento sin la acusación de ideología, y la comprensión de sistemas complejos que permiten tratar de una manera más comprensiva y, sobre todo, más operativa a los derechos humanos.
Creo también que la primera relación de la argumentación jurídica con la subjetividad es la de transparencia. La función primaria que tiene la argumentación es evidenciar lo evidente, la subjetividad está ahí y no se puede tapar con lógica formal, como no se puede tapar el sol con un dedo, y que las consecuencias de que se haga el intento de excluirla o encubrirla, serán siempre consecuencias opresivas que terminan excluyendo en términos reales a muchos seres humanos. Al evidenciar la subjetividad se obliga al operador, jurídico o no, a dar justificaciones de sus dichos, a dar razones que deberán tener como horizonte racional las propias condiciones de posibilidad de la argumentación y el diálogo, y en última instancia, los principios de los derechos humanos que contienen los valores relacionales que presuponen esas condiciones de posibilidad del dialogo racional.
La segunda relación que me parece es importante entre argumentación y subjetividad es que los métodos argumentativos permiten manejar de mejor manera los principios axiológicos que son los derechos humanos y permiten entonces hacer el puente metodológico operativo entre el derecho y la ética. El operador discursivo y en específico el operador jurídico, tiene que estar mejor preparado pues no le basta con conocer la ley, tiene que conocer profundamente la naturaleza humana, tanto en su persona como en la persona de los otros, lo que permite desvelar la ignorancia que brinda mejor posibilidad de eliminar los sufrimientos causados por la misma.
El derecho, ahora lo sabemos, no es neutro ni puede serlo a riesgo de perder su propia identidad. El derecho no es solamente un instrumento ni solamente una técnica social; es además una cualidad en sí mismo, una cualidad de las relaciones humanas cuando éstas se presentan como justas, y que, ante el dilema de saber qué es lo suyo de cada quién, podemos tener la seguridad de que es la libertad y la dignidad, las condiciones de posibilidad de que cada ser humano se transforme a sí mismo en la búsqueda del sentido de su vida, en la consciencia de la interdependencia y la transpersonalidad de ese sentido.
Por último quiero regresar a mis metáforas o ilustraciones iniciales: el juez subjetivo y el perro infernal. Los derechos humanos y la argumentación jurídica obligan a los jueces y en general a los operadores jurídicos a eliminar la ignorancia, a educarse mejor para estar prevenidos contra los embates de una subjetividad no educada, estoy seguro que cuando un juez decide a favor de una persona por sus afinidades subjetivas de manera inconsciente, lo hace mayormente por ignorancia, y que el conocerse a sí mismo aplicando una subjetividad educada le permiten tener la sensibilidad  empatía suficientes para ejercer su humanidad de manera honesta, usando su intuición para el bien de las causas humanas.

Gracias.




[1] Cfr. Platón. La República, libro VII, edición didáctica de Roser Martínez, Carlos, Diálogo, España; 1999. 514ª-516d. pp. 47 y sigs.
[2] La alegoría de la caverna representa las cuatro etapas del conocimiento que, según Platón, van desde las apariencias de las cosas y su percepción figurativa, pasando por la creencia sobre lo que las apariencias son y el discurso que las pone a prueba, hasta el conocimiento o intelección de los arquetipos o cosas “reales” en sí que le dan su figura a las apariencias: eikasía, pístiç, diánoia, nóhsiç, que constituyen respectivamente a la opinión dóxa y a la ciencia o conocimiento cierto por la intelección épisthmh. Cfr. Vivés, José. “Episteme y doxa en la ética de Platón”. Convivium, Revista de Filosofía de la Universidad de Barcelona, España, no. 11-12, 1961, p. 100 a 135; y Tonelli, Malena. “Pistis, Doxa y Episteme. Un análisis de la relación entre el Gorgias y el Menón”. Hypnos, Revista del Centro de Estudios de la Antigüedad, Sao Paulo, no. 26, 1er semestre, 2011, p. 123-145.
[3] Cfr. Romilly, Jacqueline de. Los grandes sofistas de la Atenas de Pericles. Barcelona, Seix Barral, 1997, p. 140 y sigs y 213 y sigs.
[4] Crf. Verdross, Alfred. La filosofía del derecho del mundo occidental. México, UNAM, 1962, p. 175 y sigs. y 205 y sigs.
[5] Correas, Óscar. “Los derechos humanos y el Estado moderno (¿Qué hace moderno al derecho moderno?). en Acerca de los derechos humanos. México, Ediciones Coyoacán, 2003, p. 21 y sigs.
[6] vid. Marcuse, Herbert. Cultura y sociedad. Acerca del carácter afirmativo de la cultura. Buenos aires, Sudamericana, 1967.
[7] Correas, Óscar, op cit, pags. 34 y sigs.
[8] Idem.
[9] Vid. Fasso, Guido. Historia de la filosofía del derecho 3, siglos XIX y XX. España, Ediciones Pirámide, 1982, p. 151 y sigs.
[10] Las funciones en general están tomadas de Cárdenas, Jaime. Introducción al estudio del derecho. México, Nostra, IIJ-UNAM, 2009, introducción.
[11] Orrego, Cristóbal. “El valor moral del positivismo jurídico. Los argumentos de H. L. A. Hart”. En: Ars Iuris. Revista del Instituto de Documentación e Investigación Jurídica de la Facultad de Derecho de la Universidad Panamericana, México, no. 25 año 2001, p. 133 y sigs.
[12] Sahlins, Marshal. La ilusión occidental de la naturaleza humana. México, FCE, 2010.
[13] Santos, Boaventura de Sousa. Una epistemología del sur. México, Siglo XXI, pags. 31 y sigs.