martes, 23 de junio de 2015

Hermenéutica y ontología jurídica, una lectura de Castoriadis.

“Hermenéutica y ontología jurídica, una lectura de Castoriadis”.
Mtro. Miguel Eduardo Morales Lizarraga.
Ponencia presentada en el 1er Congreso de Hermenéutica y Derecho. Unidad de Posgrado de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional. 13 de mayo de 2015.

Sé que el título de mi ponencia no merecería explicación alguna, aunque también estoy consciente de que algunas veces, las ponencias no coinciden en su contenido con su título. Siendo hermenéutica de lo que se trata, debo evidenciarles la doble interpretación que atribuyo al predicado del título: “una lectura de Castoriadis”, y que intentaré imprimir en lo que discurra a continuación.
La primera interpretación es que con lo leído de este filósofo, intentaré reconstruir una hermenéutica y una ontología jurídicas. La segunda interpretación es que materialmente lo hago con una “lectura” de Castoriadis, es decir, a partir del “artículo”: “El imaginario social instituyente”, publicado en español en el número 35 de 1997, de la revista Zona Erógena, de Buenos Aires. Habiéndole dado lectura a esta lectura es como me vino a la mente el refuerzo de una imagen “holográfica” del derecho que he venido trabajando desde hace algún tiempo.
Hablaré de la idea del derecho como imaginario social instituyente y del acontecimiento fenoménico del derecho en la sociedad como un “estado de agregación de humanidad”. Es decir, el derecho como cualidad estructural de las relaciones humanas, en su dimensión axiológica. Mirar al derecho como fenómeno de la realidad social, de la sociedad que determina esa realidad social de la que el derecho forma parte, y que es determinado a su vez por ella, en una redeterminación potenciadora. Para mirar el derecho de esta manera y hacerlo “aparecer ante nuestros ojos” necesitamos una epistemología diferente y más que adjetivar esa epistemología de “hermenéutica”, preferiría llamarle, por lo pronto “dialéctica” ya que la hermenéutica me parece un modelo epistemológico dialéctico. Esta epistemología “dialéctica” requiere a su vez de una ontología que logre salir del reduccionismo empirista, materialista y positivista, que el cientificismo de la modernidad le obligó a asumir.
Los modelos epistemológicos de la tradición occidental, fueron alternándose a lo largo de la historia del pensamiento que a ratos bandeó de un extremo a otro entre el reduccionismo radical y la mecanización sin tiempo de un estructuralismo yerto y sin función; y a ratos, esos dos modelos han estado sintetizados en redeterminaciones más profundas que han ido operando agregaciones de humanidad más amplias.
El objetivismo moderno fue uno especialmente reduccionista, es decir, buscaba reducir la realidad a sus piezas más simples, claras y distintas, sus categorías, esencias, sustancias, naturaleza, o como “asigna” Castoriadis, “sustrato”, siempre en un afán de llegar a una categoría última que fuera el principio primero, la causa causorum. Este objetivismo al hacer síntesis de los elementos en que dividía la realidad, no era capaz de ver las relaciones dialécticas y las nuevas cualidades de los fenómenos así vueltos a determinar o transformar, por lo que aparecían a la vista como fenómenos mecánicos, reversibles y analizables, desarmables y armables sin afectar la totalidad y dejando impávidas las piezas.
Este objetivismo fue pensado a la medida de los sentidos físicos del ser humano, por lo que pronto, como he señalado, se vio reducido a un empirismo, es decir, la realidad objetiva, independiente de la voluntad humana como la deseara Descartes, es sólo aquella que es perceptible a través de los sentidos como lo deseara Locke, y para ser perceptible debe tener una magnitud mensurable cuantitativamente por lo que debe ser material, como lo imaginara a su turno Comte. Todo lo que no fuera contable, perceptible y material era irreal y pasaba del lado del subjetivismo, de la dependencia a la fantasía del sujeto.
“En este rechazo irreflexivo –señala Castoriadis- juegan principalmente dos factores: por un lado la limitación de la ontología heredada a tres tipos de seres -la cosa, la persona, la idea. A partir de allí nos volvemos ciegos frente a la imposibilidad de reducir lo social histórico a una colección o combinación de estos tres tipos de seres. Por otra parte, la idea de creación”.
La ontología tradicional reduce también a la persona a cosa, o a subjetividad caprichosa, por lo que las ideas quedan a su turno reducidas a una objetividad, realidad, verdad, meramente formal en el mejor de los casos, pretendida racionalidad universal, o a dicha subjetividad caprichosa, voluntarista y arbitraria.
Por el lado del subjetivismo la epistemología fue recayendo en el escepticismo y de ahí, llevado al extremo, al relativismo e inclusive a la imposibilidad del conocimiento de la realidad o a un idealismo extremo en donde es el sujeto cognoscente quien crea sin ninguna ligadura, el mundo objetivo que de esa manera cae en un “para sí” que, aunado al individualismo que caracteriza esta epistemología, olvida el “en sí” y nunca se percata del “para nosotros, con nosotros”.
Lo antedicho se aplica perfectamente al derecho, el que, por un lado, para ajustar con la idea de objetividad empírica, positiva, material, y ante la evidencia de que no se puede percibir de esa manera o que para percibirlo de esa manera, fue reducido a “norma” y aún más, a “norma escrita”, para hacerse visible. Por otro lado, el otro extremo fue que el derecho era una creación enteramente subjetiva y arbitraria, por lo que su única posibilidad de “realizarse” era imponerse por la fuerza. La persona en estos extremos de la ontología jurídica tampoco queda bien parada, pues es o reducida a creación del propio derecho sin cuyas normas no tiene existencia para él –el derecho crea a la persona- o a objeto irracional cuya conducta hay que determinar por la fuerza. Algunas “soluciones” optaron por escapar del problema eludiéndolo, es decir, declarando como carente sentido la pregunta acerca de qué es el derecho, la pregunta por su estatuto ontológico, pretiriéndola a la indagación sobre el uso práctico de la palabra.
Si el derecho no es nada más los códigos que en las bibliotecas se convierten en papel mojado a un plumazo del legislador –según el famoso dictum diecimonónico-, y si tampoco es una voluntad arbitraria que puede imponerse a la fuerza, y tiene algo de racionalidad –y no meramente racionalidad formal-, entonces ¿qué o cómo es? En un momento más aludiré nuevamente al “reactivo” con el que vemos el derecho y con el que lo confundimos en un nuevo reduccionismo.
He aludido a la dimensión de valor o axiológica del derecho, por lo tanto veladamente he aludido a una teoría integralista o trialista que ve al derecho como norma, como hecho y como valor. El derecho, dicen estas teorías, tiene estas tres dimensiones, que no son partes sino aspectos de un solo fenómeno, y que dependen para su apreciación de la perspectiva situacional en la que se le esté “observando”, aunque finalmente pueda percibirse en su completa fenomeneidad. Y sucede con el derecho y los valores lo que señala Castoriadis que sucede con la imaginación “no podemos aprehenderla en nuestras manos ni colocarla bajo un microscopio”.
Los valores han atravesado especialmente por el dilema epistemológico planteado en párrafos anteriores y que puede resumirse en la famosa pregunta “¿las cosas valen por que las deseamos o las deseamos por que valen? Las opciones eran que, o los valores son cosas en el sentido material, cuantitativo, o eran emociones, sensaciones, estados psicológicos dependientes de un sujeto. La solución intermedia de finales del siglo XIX y principios del XX fue declarar que los valores eran objetos ideales, con lo que se llegó a la aporía de valores formales, es decir, que no valen.
Algunas señas de solución fueron planteadas desde el estructuralismo-funcionalista que después se reforzó con la contemporánea teoría de sistemas complejos. Los valores son fenómenos inmateriales, aunque muy concretos, no son perceptibles por los sentidos físicos, por lo menos no directamente ya que lo que percibimos son sus “manifestaciones” o “efectos”, y, tal vez, sobre todo, no son cuantitativos, sino cualitativos, es decir, los valores son cualidades estructurales o relacionales que dependen, para su emergencia o acontecimiento fenoménico, de la subjetividad psíquica y, como la subjetividad es siempre intersubjetividad, también dependen de ésta tanto como de la realidad social objetiva y de la situación contextual que se da en un momento tempóreo. Si el derecho tiene una dimensión axiológica, el derecho es valor, aunque no sólo es valor.
El giro hermenéutico más patentemente evidenciado en el último Heidegger, está íntimamente enlazado con el giro lingüístico, es decir, los descubrimientos de que el ser humano no accede directamente al mundo sino que lo mediatiza a través del lenguaje y de que este lenguaje tiene múltiples sentidos y significados pues evoluciona históricamente. Parafraseo la lectura que he tomado de pre-texto: “El derecho, y el pensamiento en general, no pueden existir sin lenguaje…El derecho no puede ser otra cosa que creación espontánea –no arbitraria- de un colectivo humano…es esencialmente histórico, cada manifestación del derecho es un momento en un encadenamiento histórico y es también –si bien no exclusivamente- su expresión… es esencialmente social, cada una de sus manifestaciones es un momento del medio social; procede, actúa sobre él, lo expresa, sin ser reducible a ese hecho”.
El derecho es lenguaje, con tal de que no reduzcamos el lenguaje sólo al lenguaje de “lengua”, hablado, o al lenguaje de mano, escrito, estos son sólo los reactivos de sentido con los que podemos percibir-comprender el derecho. Las relaciones humanas, son significantes, son del orden del decir, en múltiples lenguajes y en múltiples niveles. Nuestras muy diversas disposiciones para con los otros tienen a la vez muy diversas significaciones. Las leyes, las normas escritas, intentan instituir nuevas disposiciones, o significar y “canonizar” disposiciones inveteradas.
El derecho –nuevamente parafraseo a Castoriadis- Es la emergencia de una nueva forma ontológica –un nuevo eidos- y de un nuevo nivel y modo de ser, un nuevo estado de agregación de humanidad. Es una cuasi totalidad cohesionada por las instituciones (lenguaje, normas, familia, modos de producción) y por las significaciones que estas instituciones encarnan (tótems, tabúes, dioses, Dios, polis, mercancía, riqueza, patria, etc.). Ambas, instituciones y significaciones representan creaciones ontológicas junto con el derecho mismo, per se y como institución y significante.
Las partes en relación de la estructura social son los seres humanos, las relaciones que estos mantienen entre sí, huelga decirlo, son múltiples, muy diversas y variadas y esta variedad depende de la disposición de las partes en la relación para que varíe el modo de relación; las personas entre sí deben estar dispuestas de maneras determinadas para modos determinados de relación. Si varía la disposición, varía la relación, pero aún más importante varía la calidad de la relación, la cualidad estructural o relacional que emerge como un nuevo ontos, en el que nos movemos y vivimos y somos, como en la epístola bíblica.
La presencia de otro ser humano nos hace sujetos pues nos sujeta a disponernos respecto de él. Y si bien son múltiples las formas de disposición solo un grupo de ellas, aunque infinito, como el otro grupo de disposiciones, son “funcionales” (palabra que parece no le gusta mucho a Castoriadis por su vaguedad); solo algunas disposiciones establecen y mantienen la relación manteniendo a los sujetos relacionados de manera íntegra. El otro grupo de relaciones, también con posibilidades infinitas, desintegra la relación e inclusive puede llegar a desintegrar a los sujetos.
Las disposiciones y relaciones humanas que mantienen y desarrollan esa integridad, que son condiciones de posibilidad de la permanencia y florecimiento de la misma, es lo que me parece que debe llamarse “lo suyo” de los seres humanos, el ius o derecho, lo que le es debido a un ser humano por otro. La presencia de otro ser humano nos sujeta a una toma de postura, a disponernos en relación a él, como he afirmado –siguiendo a Levinas y Ricoeur, este último gran hermeneuta- y las disposiciones físicas y actitudinales que preservan su integridad y mi integridad, son las disposiciones debidas.
Por el contrario, las disposiciones o, mejor aún, las indisposiciones, aún la indiferencia y la no relación que nos deja un poco menos humanos pues impide que “aumentemos” nuestra humanidad con la humanidad del otro, son disfuncionales, e indebidas pues, precisamente impiden el ejercicio de nuestra humanidad. Marion Young les llama “caras de la opresión” y son relaciones que no nos permiten ni a nosotros ni a los otros en relación, ser lo que somos o transformarnos en lo que queremos ser determinándonos.
Las leyes –y que conste que estoy separando artificialmente ley y derecho para no reducir derecho a ley pues la ley no implica derecho aunque el derecho implica ley-, son las aprensiones intelectuales de esas relaciones, o mejor aún, son la interpretación espacio temporal de la significación de esas relaciones, la encarnación en el lenguaje de esa significación.
Lo importante en la hermenéutica jurídica no es si podemos eliminar la incertidumbre o no, o si existe una única respuesta correcta a un caso concreto o no existe, lo importante es poder trazar una línea más o menos segura entre las múltiples respuestas correctas a un caso y las múltiples respuestas incorrectas. Tal vez no sepamos qué es lo correcto o debido, pero por lo menos podemos tener una buena idea de qué es lo incorrecto o indebido, las relaciones disfuncionales o de opresión.
Quien hace la ley o aplica la ley para descubrir el derecho, lo debido, lo correcto, el ius o lo suyo de las partes, lo justo, lo funcional, en el caso concreto –que nunca es un descubrimiento total ni totalmente sorpresivo- o para crear el derecho en el caso concreto –que nunca es una creación total ni totalmente ex nihilo- debe tener como patrón de medida de justicia de la ley las cualidades positivas o funcionales de las relaciones humanas dispuestas al reconocimiento y respeto del otro y que significamos en principios éticos-jurídicos que a la vez son hermenéuticos y ontológicos –significan el ser del ser humano y la interpretación de las relaciones humanas-; o debe redeterminar la ley para ajustarla como norma individualizada en equidad y a la vista de la relación que ha entrado en tensión o que se ha roto en un contexto de hechos y significaciones específico teniendo como horizonte de tal redeterminación o interpretación de la ley, dicho patrón de justicia que son los principios ético-jurídicos. Esto es lo que para mí debe significar la “interpretación conforme a lo más favorable a las personas o lo menos restrictivo a las personas”.

En síntesis el derecho pertenece a ese tipo de fenómenos cuya interpretación y significación transforma la realidad humana que a su vez transforma  el fenómeno mismo. La toma de consciencia de esas mutuas trasformaciones y la comprensión del funcionamiento de las relaciones humanas es lo que ha resultado en diferentes momentos históricos en diferentes estados de agregación de humanidad, en que seamos más humanos e integrados como colectivo y menos inhumanos y que podamos dejar de llamarle derecho a cualquier tipo de relaciones sólo porque así las significaban e interpretaban sus hermeneutas.
Gracias.

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