“Hermenéutica y ontología jurídica, una
lectura de Castoriadis”.
Mtro. Miguel Eduardo Morales Lizarraga.
Ponencia presentada en el 1er Congreso de
Hermenéutica y Derecho. Unidad de Posgrado de la Facultad de Derecho de la
Universidad Nacional. 13 de mayo de 2015.
Sé que el título de mi ponencia no merecería
explicación alguna, aunque también estoy consciente de que algunas veces, las
ponencias no coinciden en su contenido con su título. Siendo hermenéutica de lo
que se trata, debo evidenciarles la doble interpretación que atribuyo al
predicado del título: “una lectura de Castoriadis”, y que intentaré imprimir en
lo que discurra a continuación.
La primera interpretación es
que con lo leído de este filósofo, intentaré reconstruir una hermenéutica y una
ontología jurídicas. La segunda interpretación es que materialmente lo hago con
una “lectura” de Castoriadis, es decir, a partir del “artículo”: “El imaginario
social instituyente”, publicado en español en el número 35 de 1997, de la
revista Zona Erógena, de Buenos
Aires. Habiéndole dado lectura a esta
lectura es como me vino a la mente el refuerzo de una imagen “holográfica”
del derecho que he venido trabajando desde hace algún tiempo.
Hablaré de la idea del derecho
como imaginario social instituyente y del acontecimiento fenoménico del derecho
en la sociedad como un “estado de agregación de humanidad”. Es decir, el
derecho como cualidad estructural de las relaciones humanas, en su dimensión
axiológica. Mirar al derecho como fenómeno de la realidad social, de la
sociedad que determina esa realidad social de la que el derecho forma parte, y
que es determinado a su vez por ella, en una redeterminación potenciadora. Para
mirar el derecho de esta manera y hacerlo “aparecer ante nuestros ojos”
necesitamos una epistemología diferente y más que adjetivar esa epistemología
de “hermenéutica”, preferiría llamarle, por lo pronto “dialéctica” ya que la
hermenéutica me parece un modelo epistemológico dialéctico. Esta epistemología
“dialéctica” requiere a su vez de una ontología que logre salir del
reduccionismo empirista, materialista y positivista, que el cientificismo de la
modernidad le obligó a asumir.
Los modelos epistemológicos de
la tradición occidental, fueron alternándose a lo largo de la historia del
pensamiento que a ratos bandeó de un extremo a otro entre el reduccionismo
radical y la mecanización sin tiempo de un estructuralismo yerto y sin función;
y a ratos, esos dos modelos han estado sintetizados en redeterminaciones más
profundas que han ido operando agregaciones de humanidad más amplias.
El objetivismo moderno fue uno
especialmente reduccionista, es decir, buscaba reducir la realidad a sus piezas
más simples, claras y distintas, sus categorías, esencias, sustancias,
naturaleza, o como “asigna” Castoriadis, “sustrato”, siempre en un afán de
llegar a una categoría última que fuera el principio primero, la causa causorum. Este objetivismo al
hacer síntesis de los elementos en que dividía la realidad, no era capaz de ver
las relaciones dialécticas y las nuevas cualidades de los fenómenos así vueltos
a determinar o transformar, por lo que aparecían a la vista como fenómenos
mecánicos, reversibles y analizables, desarmables y armables sin afectar la totalidad
y dejando impávidas las piezas.
Este objetivismo fue pensado a
la medida de los sentidos físicos del ser humano, por lo que pronto, como he
señalado, se vio reducido a un empirismo, es decir, la realidad objetiva,
independiente de la voluntad humana como la deseara Descartes, es sólo aquella
que es perceptible a través de los sentidos como lo deseara Locke, y para ser
perceptible debe tener una magnitud mensurable cuantitativamente por lo que
debe ser material, como lo imaginara a su turno Comte. Todo lo que no fuera
contable, perceptible y material era irreal y pasaba del lado del subjetivismo,
de la dependencia a la fantasía del sujeto.
“En este rechazo irreflexivo –señala
Castoriadis- juegan principalmente dos factores: por un lado la limitación de
la ontología heredada a tres tipos de seres -la cosa, la persona, la idea. A
partir de allí nos volvemos ciegos frente a la imposibilidad de reducir lo
social histórico a una colección o combinación de estos tres tipos de seres.
Por otra parte, la idea de creación”.
La ontología tradicional
reduce también a la persona a cosa, o a subjetividad caprichosa, por lo que las
ideas quedan a su turno reducidas a una objetividad, realidad, verdad,
meramente formal en el mejor de los casos, pretendida racionalidad universal, o
a dicha subjetividad caprichosa, voluntarista y arbitraria.
Por el lado del subjetivismo
la epistemología fue recayendo en el escepticismo y de ahí, llevado al extremo,
al relativismo e inclusive a la imposibilidad del conocimiento de la realidad o
a un idealismo extremo en donde es el sujeto cognoscente quien crea sin ninguna
ligadura, el mundo objetivo que de esa manera cae en un “para sí” que, aunado
al individualismo que caracteriza esta epistemología, olvida el “en sí” y nunca
se percata del “para nosotros, con nosotros”.
Lo antedicho se aplica
perfectamente al derecho, el que, por un lado, para ajustar con la idea de
objetividad empírica, positiva, material, y ante la evidencia de que no se
puede percibir de esa manera o que para percibirlo de esa manera, fue reducido
a “norma” y aún más, a “norma escrita”, para hacerse visible. Por otro lado, el
otro extremo fue que el derecho era una creación enteramente subjetiva y
arbitraria, por lo que su única posibilidad de “realizarse” era imponerse por
la fuerza. La persona en estos extremos de la ontología jurídica tampoco queda
bien parada, pues es o reducida a creación del propio derecho sin cuyas normas
no tiene existencia para él –el derecho crea a la persona- o a objeto
irracional cuya conducta hay que determinar por la fuerza. Algunas “soluciones”
optaron por escapar del problema eludiéndolo, es decir, declarando como carente
sentido la pregunta acerca de qué es el derecho, la pregunta por su estatuto
ontológico, pretiriéndola a la indagación sobre el uso práctico de la palabra.
Si el derecho no es nada más
los códigos que en las bibliotecas se convierten en papel mojado a un plumazo
del legislador –según el famoso dictum
diecimonónico-, y si tampoco es una voluntad arbitraria que puede imponerse a
la fuerza, y tiene algo de racionalidad –y no meramente racionalidad formal-,
entonces ¿qué o cómo es? En un momento más aludiré nuevamente al “reactivo” con
el que vemos el derecho y con el que lo confundimos en un nuevo reduccionismo.
He aludido a la dimensión de
valor o axiológica del derecho, por lo tanto veladamente he aludido a una
teoría integralista o trialista que ve al derecho como norma, como hecho y como
valor. El derecho, dicen estas teorías, tiene estas tres dimensiones, que no
son partes sino aspectos de un solo fenómeno, y que dependen para su
apreciación de la perspectiva situacional en la que se le esté “observando”,
aunque finalmente pueda percibirse en su completa fenomeneidad. Y sucede con el
derecho y los valores lo que señala Castoriadis que sucede con la imaginación
“no podemos aprehenderla en nuestras manos ni colocarla bajo un microscopio”.
Los valores han atravesado
especialmente por el dilema epistemológico planteado en párrafos anteriores y
que puede resumirse en la famosa pregunta “¿las cosas valen por que las
deseamos o las deseamos por que valen? Las opciones eran que, o los valores son
cosas en el sentido material, cuantitativo, o eran emociones, sensaciones,
estados psicológicos dependientes de un sujeto. La solución intermedia de
finales del siglo XIX y principios del XX fue declarar que los valores eran
objetos ideales, con lo que se llegó a la aporía de valores formales, es decir,
que no valen.
Algunas señas de solución
fueron planteadas desde el estructuralismo-funcionalista que después se reforzó
con la contemporánea teoría de sistemas complejos. Los valores son fenómenos
inmateriales, aunque muy concretos, no son perceptibles por los sentidos físicos,
por lo menos no directamente ya que lo que percibimos son sus “manifestaciones”
o “efectos”, y, tal vez, sobre todo, no son cuantitativos, sino cualitativos,
es decir, los valores son cualidades estructurales o relacionales que dependen,
para su emergencia o acontecimiento fenoménico, de la subjetividad psíquica y,
como la subjetividad es siempre intersubjetividad, también dependen de ésta
tanto como de la realidad social objetiva y de la situación contextual que se
da en un momento tempóreo. Si el derecho tiene una dimensión axiológica, el
derecho es valor, aunque no sólo es valor.
El giro hermenéutico más
patentemente evidenciado en el último Heidegger, está íntimamente enlazado con
el giro lingüístico, es decir, los descubrimientos de que el ser humano no
accede directamente al mundo sino que lo mediatiza a través del lenguaje y de
que este lenguaje tiene múltiples sentidos y significados pues evoluciona
históricamente. Parafraseo la lectura que he tomado de pre-texto: “El derecho,
y el pensamiento en general, no pueden existir sin lenguaje…El derecho no puede
ser otra cosa que creación espontánea –no arbitraria- de un colectivo humano…es
esencialmente histórico, cada manifestación del derecho es un momento en un
encadenamiento histórico y es también –si bien no exclusivamente- su expresión…
es esencialmente social, cada una de sus manifestaciones es un momento del
medio social; procede, actúa sobre él, lo expresa, sin ser reducible a ese
hecho”.
El derecho es lenguaje, con
tal de que no reduzcamos el lenguaje sólo al lenguaje de “lengua”, hablado, o
al lenguaje de mano, escrito, estos son sólo los reactivos de sentido con los
que podemos percibir-comprender el derecho. Las relaciones humanas, son
significantes, son del orden del decir, en múltiples lenguajes y en múltiples
niveles. Nuestras muy diversas disposiciones para con los otros tienen a la vez
muy diversas significaciones. Las leyes, las normas escritas, intentan
instituir nuevas disposiciones, o significar y “canonizar” disposiciones inveteradas.
El derecho –nuevamente
parafraseo a Castoriadis- Es la emergencia de una nueva forma ontológica –un
nuevo eidos- y de un nuevo nivel y
modo de ser, un nuevo estado de agregación de humanidad. Es una cuasi totalidad
cohesionada por las instituciones (lenguaje, normas, familia, modos de
producción) y por las significaciones que estas instituciones encarnan (tótems,
tabúes, dioses, Dios, polis, mercancía, riqueza, patria, etc.). Ambas,
instituciones y significaciones representan creaciones ontológicas junto con el
derecho mismo, per se y como institución y significante.
Las partes en relación de la
estructura social son los seres humanos, las relaciones que estos mantienen
entre sí, huelga decirlo, son múltiples, muy diversas y variadas y esta
variedad depende de la disposición de las partes en la relación para que varíe
el modo de relación; las personas entre sí deben estar dispuestas de maneras
determinadas para modos determinados de relación. Si varía la disposición,
varía la relación, pero aún más importante varía la calidad de la relación, la
cualidad estructural o relacional que emerge como un nuevo ontos, en el que nos movemos
y vivimos y somos, como en la epístola bíblica.
La presencia de otro ser
humano nos hace sujetos pues nos sujeta a disponernos respecto de él. Y si bien
son múltiples las formas de disposición solo un grupo de ellas, aunque
infinito, como el otro grupo de disposiciones, son “funcionales” (palabra que
parece no le gusta mucho a Castoriadis por su vaguedad); solo algunas disposiciones
establecen y mantienen la relación manteniendo a los sujetos relacionados de
manera íntegra. El otro grupo de relaciones, también con posibilidades
infinitas, desintegra la relación e inclusive puede llegar a desintegrar a los
sujetos.
Las disposiciones y relaciones
humanas que mantienen y desarrollan esa integridad, que son condiciones de
posibilidad de la permanencia y florecimiento de la misma, es lo que me parece
que debe llamarse “lo suyo” de los seres humanos, el ius o derecho, lo que le es debido a un ser humano por otro. La
presencia de otro ser humano nos sujeta a una toma de postura, a disponernos en
relación a él, como he afirmado –siguiendo a Levinas y Ricoeur, este último
gran hermeneuta- y las disposiciones físicas y actitudinales que preservan su
integridad y mi integridad, son las disposiciones debidas.
Por el contrario, las
disposiciones o, mejor aún, las indisposiciones, aún la indiferencia y la no
relación que nos deja un poco menos humanos pues impide que “aumentemos”
nuestra humanidad con la humanidad del otro, son disfuncionales, e indebidas
pues, precisamente impiden el ejercicio de nuestra humanidad. Marion Young les
llama “caras de la opresión” y son relaciones que no nos permiten ni a nosotros
ni a los otros en relación, ser lo que somos o transformarnos en lo que
queremos ser determinándonos.
Las leyes –y que conste que
estoy separando artificialmente ley y derecho para no reducir derecho a ley
pues la ley no implica derecho aunque el derecho implica ley-, son las
aprensiones intelectuales de esas relaciones, o mejor aún, son la
interpretación espacio temporal de la significación de esas relaciones, la
encarnación en el lenguaje de esa significación.
Lo importante en la
hermenéutica jurídica no es si podemos eliminar la incertidumbre o no, o si
existe una única respuesta correcta a un caso concreto o no existe, lo
importante es poder trazar una línea más o menos segura entre las múltiples
respuestas correctas a un caso y las múltiples respuestas incorrectas. Tal vez
no sepamos qué es lo correcto o debido, pero por lo menos podemos tener una
buena idea de qué es lo incorrecto o indebido, las relaciones disfuncionales o
de opresión.
Quien hace la ley o aplica la
ley para descubrir el derecho, lo debido, lo correcto, el ius o lo suyo de las partes, lo justo, lo funcional, en el caso
concreto –que nunca es un descubrimiento total ni totalmente sorpresivo- o para
crear el derecho en el caso concreto –que nunca es una creación total ni
totalmente ex nihilo- debe tener como
patrón de medida de justicia de la ley las cualidades positivas o funcionales
de las relaciones humanas dispuestas al reconocimiento y respeto del otro y que
significamos en principios éticos-jurídicos que a la vez son hermenéuticos y
ontológicos –significan el ser del ser humano y la interpretación de las
relaciones humanas-; o debe redeterminar la ley para ajustarla como norma
individualizada en equidad y a la vista de la relación que ha entrado en tensión
o que se ha roto en un contexto de hechos y significaciones específico teniendo
como horizonte de tal redeterminación o interpretación de la ley, dicho patrón
de justicia que son los principios ético-jurídicos. Esto es lo que para mí debe
significar la “interpretación conforme a lo más favorable a las personas o lo
menos restrictivo a las personas”.
En síntesis el derecho
pertenece a ese tipo de fenómenos cuya interpretación y significación
transforma la realidad humana que a su vez transforma el fenómeno mismo. La toma de consciencia de
esas mutuas trasformaciones y la comprensión del funcionamiento de las
relaciones humanas es lo que ha resultado en diferentes momentos históricos en
diferentes estados de agregación de humanidad, en que seamos más humanos e
integrados como colectivo y menos inhumanos y que podamos dejar de llamarle
derecho a cualquier tipo de relaciones sólo porque así las significaban e
interpretaban sus hermeneutas.
Gracias.
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