En general esta facultad de juzgar humana, ya descrita por Kant en su antropología trascendental, tiene dos dimensiones, una dimensión estética que “da a cada cosa su lugar”, ubica los fenómenos en el espacio, y otra eminentemente ética que “da a cada quien lo suyo”. Muy probablemente la gran mayoría de los problemas de la humanidad y de las injusticias que vemos que se cometen a diario, provengan de la ignorancia, el apego y la aversión que nos hacen confundir estas dos dimensiones, dándole a cada persona su lugar, haciendo clasificaciones entre personas que, en principio, ontológica, ética y formalmente hablando son iguales, haciendo clases de personas y, finalmente discriminando; y a cada cosa lo suyo, es decir, poniendo valores en las cosas de manera ilusoria y artificial, cuando los valores son cualidades de las relaciones humanas, no cualidades de las cosas, lo que ocasiona que apreciemos más a las cosas que a las personas y busquemos el amor, por ejemplo, no donde debe ser hallado, en relaciones personales sanas, sino en objetos (“cuando tenga tal o cual cosa seré feliz” decimos; “ese indio olvida su lugar”, decimos también, haciendo las discriminaciones e injusticias más absurdas y obscenas).
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